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Foto por Getty Images (Foto principal)El entonces congresista Gustavo Petro, hoy presidente electo de Colombia, asistió a una reunión con Carlos Castaño, el temido jefe de los paramilitares, para convencerlo de que no lo matara.
«Me habían dicho que le hablara con firmeza, porque él se disminuía ante las personas con convicciones fuertes», escribe Petro en sus memorias.
Era el año 2000 y Petro, desmovilizado de la guerrilla diez años antes, había denunciado que los paramilitares, grupos antisubversivos ilegales, tenían influencia dentro de la Fiscalía. Eso le valió una orden de asesinato.
«Le volví a responder con firmeza», recuerda Petro. «Y al cabo de unos minutos ya tartamudeaba y retrocedía».
Los paramilitares no solo no lo mataron, sino que, según Petro, quedaron convencidos del beneficio de firmar la paz con el Estado, como ocurrió cinco años después.
El episodio, según José Cuesta, un viejo amigo y compañero de militancia, retrata bien al que será el presidente de Colombia entre 2022 y 2026: «Porque él cree que la única manera de resolver los problemas es cogiendo el toro por los cuernos, yendo a la raíz».
Petro, de 62 años, sacudió la historia política de Colombia al convertirse en el primer líder de izquierda, crítico del modelo económico gobernante y alejado de la clase política tradicional en llegar al poder.
Con más de 11,2 millones de votos, el resultado lo convierte en el presidente más votado de las historia del país. Petro ganó un 50,49% de los votos frente a los 47,26% de Hernández.
Su gran promesa de campaña es hacer profundas reformas políticas, económicas y sociales que lleven a Colombia, un país violento y desigual, a la paz y la equidad. «Al camino de la vida y del amor», suele decir.
Rebelde, estudioso e introvertido, el presidente electo estuvo 12 años en la guerrilla y construyó su perfil político con valientes denuncias en el Congreso.
Muchos temen que su personalidad despótica y contenciosa -él mismo admitió ser autoritario- genere un conflicto político que se traduzca en caos e ingobernabilidad. A su campaña se adhirieron políticos que él mismo cuestionó por corruptos. Otros temen que su cercanía ideológica con el chavismo, que él niega, cree una crisis económica como la venezolana.
Reunirse con Castaño era una suerte de suicidio para un exguerrillero, pero Petro lo convirtió en una oportunidad. «Aquel día sentí que, para él, yo podía ser útil en el futuro», recuerda sobre la desmovilización que luego firmaron los paramilitares.
Ese sentido de la oportunidad es lo que Petro reveló en esta campaña por el cambio, en un momento de ebullición social y crisis económica, al lado de una líder social afro y feminista: Francia Márquez, la ahora vicepresidenta electa.
«Donde los demás ven riesgos, Petro ve oportunidades», dice Cuesta, quien lo conoce hace décadas. «Es, en el buen sentido de la palabra, un oportunista».
La de Gustavo Petro Urrego no es la historia de un colombiano cualquiera, pero sí la de un colombiano común.
Nació en una familia de clase media baja en un pequeño pueblo de la sabana del Caribe, tierra de ganado y algodón. Su padre era profesor un colegio y su madre, militante de un partido nacionalista.
El mayor de tres hermanos, Petro es descrito como un joven tímido, vestido con colores oscuros, que se dedicó a los libros.
A pesar de ser costeño, Petro parece del altiplano andino: es serio, introvertido, desconfiado.
Una paradoja cultural que él mismo ha atribuido a su corriente política: «Ha dicho que a la izquierda colombiana, ‘amargada y acartonada’, habría que meterle ‘mucho Caribe’ y darle un sacudón para que pueda entender su propia sociedad», se lee un perfil de La Silla Vacía.
Cuando aún era niño, sus padres se mudaron a Zipaquirá, un pueblo al norte de Bogotá.
Petro estudió en un colegio público gestionado por curas al que también atendió el escritor -también costeño- Gabriel García Márquez, una de sus grandes influencias.
El alias insurgente de Petro era «Aureliano», en honor al coronel que protagoniza «100 años de soledad», la novela insigne de García Márquez que el político cita en cada cierre de discurso, cuando habla de «las generaciones condenadas a 100 años de soledad que tendrán una segunda oportunidad».
Petro empezó su militancia en Zipaquirá. Primero como adolescente curioso que iba a reuniones sindicales y luego como concejal e insurgente. A los 17 años entró a una guerrilla urbana, nacionalista y socialdemócrata: el Movimiento 19 de abril (M19).
Viajaba con frecuencia a Bogotá, donde estudió Economía, becado, en una universidad privada, el Externado.
En 1985 -cuando el M19 se preparaba para tomar el Palacio de Justicia, acción en la que murieron al menos 101 personas-, Petro fue arrestado, lo llevaron a unas caballerías del ejército en Bogotá y, según él, lo torturaron.
Dos años después fue puesto en libertad y continuó su militancia en varias regiones del país hasta que volvió a ser detenido. Pero, en 1990, el M19 se desmovilizó.
Petro, entonces, fue electo representante a la Cámara de Representantes por Cundinamarca, la sabana andina donde está Zipaquirá.
Lo amenazaron y, a sus 34 años, salió por primera vez del país.
Como una forma de proteger a los desmovilizados, el gobierno le asignó un cargo de bajo rango en la embajada de Bélgica, aunque terminó trabajando en un sótano porque el embajador, según él, era un «paramilitar» que no lo quería.
Los cuatro años de Petro en Europa fueron clave para la construcción de su perfil político: conoció el mundo desarrollado, los partidos socialdemócratas y la sociedad del conocimiento que él quiere para Colombia. Allí estudió medio ambiente, su bandera después de la justicia social.
En su libro de memorias señala que no conduce un auto hace 30 años por el impacto climático.
Petro no esconde la alta estima que tiene de sí mismo. «Los vientos de las gentes me llevaban de un lugar a otro, me hacían un gigante», relata en un pasaje de su libro.
Por eso le dicen «vanidoso», así como «arribista» y «contradictorio» por usar ropa de marca europea o «mesiánico» porque «se cree un salvador del pueblo».
Desde la izquierda critican sus formas: la arrogancia intelectual, el despotismo gerencial, la terquedad conceptual y el discurso polarizante. Desde la derecha le achacan el fondo: su visión económica del país, su cercanía con personajes como Chávez y su pasado guerrillero.
«No es que sea testarudo», dice Clara López, una líder de izquierda que lo conoce hace décadas. «Sino que es consecuente con una estructura de pensamiento que él expresa libre y profusamente».
La senadora electa, de 72 años, lo compara un aspirante presidencial de izquierda asesinado en 1989: «Petro tiene el criterio de consecuencia de Luis Carlos Galán: decir lo que se piensa y hacer lo que se dice, en oposición al político tradicional, que no dice lo que piensa y por eso no hace lo que dice».
En el 98, Petro volvió a Colombia para ser elegido, de nuevo, como representante de la Cámara por Cundinamarca.
«Así arrancó en firme la carrera de quien es considerado uno de los congresistas más brillantes que ha tenido Colombia», escribe La Silla Vacía.
Petro y su equipo parlamentario denunciaron algunos de los escándalos más graves durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010): el vínculo entre políticos y paramilitares y la violación de derechos humanos de las Fuerzas Armadas, entre otros.
«Los debates se habían convertido en mi proyecto de vida», dice Petro en su libro, donde habla del «régimen mafioso» que legisla en Colombia. «Me posicionaba como una especie de faro que brillaba en el Congreso».
En 2011, Petro ganó las elecciones para la alcaldía de Bogotá, el segundo puesto más importante del país y plataforma para muchos aspirantes a la presidencia, entre ellos Jorge Eliécer Gaitán, otra de sus influencias, asesinado en 1948.
El recuerdo de la alcaldía es lo que muchos usan para desacreditarlo. Se peleó con los medios, con los entes reguladores, con la presidencia, con la gobernación, con los vendedores ambulantes y hasta con los aficionados a los toros.
Pero su mayor contienda fue con los empresarios de la basura, a quienes quiso quitar el negocio y volverlo público. La reforma generó días sin recolección en una ciudad enorme y una destitución bajo el cargo de improvisador.
Él denunció un golpe de Estado, se fue a la plaza pública con megáfono en mano y logró, con un fallo a su favor de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que lo restituyeran 35 días después.
«Su estrategia fue voltear la situación a su favor», dice La Silla Vacía. «Aunque eso lo dejaba, de cara a la presidencia, como un gobernante antitécnico e improvisador, comenzó a forjar ante sus seguidores la imagen de un candidato perseguido por un sistema que asustaba con sus promesas de ruptura».
Su aceptación en la capital, en todo caso, está por encima del 60%; ganó allí en 2018, cuando Iván Duque fue elegido presidente, y ahora.
La alcaldía tuvo logros: bajaron los homicidios y la pobreza, se le dio acceso al agua a millones de personas y se fortalecieron regímenes de habitación y asistencia médica para vulnerables. Él se jacta de haber creado planes para los adictos a las drogas, modelos de expansión de la ciudad con enfoque ambiental y colegios, viviendas para los pobres y centros de salud públicos.
Pero muchos recuerdan ese mandato como un caos político que él aprovechó, cual oportunista, para lanzar su figura nacional. Y que el tráfico y el desarrollo urbano de la ciudad solo empeoraron, además de que muchas de sus promesas -como construir colegios y jardines infantiles- no se cumplieron.
Petro salió de la alcaldía con decenas de demandas y multas que, según él, casi lo quiebran.
«Es un tipo que inspira y convoca porque es valiente, corajudo, casi suicida en sus iniciativas», dice Carlos Vicente de Roux, un político cercano a él durante la alcaldía, con quien denunció grandes escándalos de corrupción.
«Pero eso le afecta su capacidad de administrar, porque está más preocupado por la ruptura, por la idea novedosa, que por la ejecución de un proyecto».
«Además es megalómano, porque siente que todo lo que toca, sea esto un criminal condenado o una idea mal planteada, se redime sólo por el hecho de que él está de por medio», opina De Roux.
Tras su salida de la alcaldía, en 2015, Petro se ha dedicado a construir una candidatura que le permita llegar a la presidencia.
Se había lanzado en 2010, pero en 2018 y 2022 se consolidó como la antítesis de quienes han gobernado el país por décadas: aquellos que él suele llamar «los de siempre».
En 2018, Colombia recién salía de un complejo proceso de paz con las FARC que dividió a la sociedad y reanimó la indignación hacia la guerrilla.
Cuando las noticias de una terrible crisis humanitaria llegaban desde Venezuela, no solo en la prensa, sino en las calles a través de los migrantes, la opción de un exguerrillero amigo de Hugo Chávez como presidente no logró suficientes adeptos. Duque, impulsado por el hastío hacia el proceso de paz, le ganó por diez puntos en la segunda vuelta.
Pero en los últimos cuatro años el país cambió. Petro también.
Colombia fue el escenario de dos estallidos sociales que revelaron una profunda necesidad de cambio. Y la pandemia exacerbó la desigualdad y la pobreza.
Petro se dedicó a tender puentes, se alió con políticos tradicionales, juró que no va a expropiar, prometió no aumentar el déficit ni la inflación, dijo que en su gobierno la oposición no será perseguida y buscó apartarse de la figura puramente izquierdista que supuestamente llevaría a Colombia a ser Venezuela.
El vehemente exguerillero famoso por la confrontación empezó a mostrarse ecuánime, conciliador, cual estadista. Hasta les ofreció perdón a criminales y corruptos.
Su idea de un Pacto Histórico, el nombre de la coalición que lo ha llevado al poder, va precisamente en la tónica de su reunión con Castaño: crear un consenso entre los diferentes en busca de la paz soñada.
Antes le sirvió para que no lo mataran; ahora, para llegar al poder.
Pero lo que viene, con todo el poder del sistema en su contra y una personalidad dada a la confrontación, será lo más difícil.
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El entonces congresista Gustavo Petro, hoy presidente electo de Colombia, asistió a una reunión con Carlos Castaño, el temido jefe de los paramilitares, para convencerlo de que no lo matara.
«Me habían dicho que le hablara con firmeza, porque él se disminuía ante las personas con convicciones fuertes», escribe Petro en sus memorias.
Era el año 2000 y Petro, desmovilizado de la guerrilla diez años antes, había denunciado que los paramilitares, grupos antisubversivos ilegales, tenían influencia dentro de la Fiscalía. Eso le valió una orden de asesinato.
«Le volví a responder con firmeza», recuerda Petro. «Y al cabo de unos minutos ya tartamudeaba y retrocedía».
Los paramilitares no solo no lo mataron, sino que, según Petro, quedaron convencidos del beneficio de firmar la paz con el Estado, como ocurrió cinco años después.
El episodio, según José Cuesta, un viejo amigo y compañero de militancia, retrata bien al que será el presidente de Colombia entre 2022 y 2026: «Porque él cree que la única manera de resolver los problemas es cogiendo el toro por los cuernos, yendo a la raíz».
Petro, de 62 años, sacudió la historia política de Colombia al convertirse en el primer líder de izquierda, crítico del modelo económico gobernante y alejado de la clase política tradicional en llegar al poder.
Con más de 11,2 millones de votos, el resultado lo convierte en el presidente más votado de las historia del país. Petro ganó un 50,49% de los votos frente a los 47,26% de Hernández.
Su gran promesa de campaña es hacer profundas reformas políticas, económicas y sociales que lleven a Colombia, un país violento y desigual, a la paz y la equidad. «Al camino de la vida y del amor», suele decir.
Rebelde, estudioso e introvertido, el presidente electo estuvo 12 años en la guerrilla y construyó su perfil político con valientes denuncias en el Congreso.
Muchos temen que su personalidad despótica y contenciosa -él mismo admitió ser autoritario- genere un conflicto político que se traduzca en caos e ingobernabilidad. A su campaña se adhirieron políticos que él mismo cuestionó por corruptos. Otros temen que su cercanía ideológica con el chavismo, que él niega, cree una crisis económica como la venezolana.
Reunirse con Castaño era una suerte de suicidio para un exguerrillero, pero Petro lo convirtió en una oportunidad. «Aquel día sentí que, para él, yo podía ser útil en el futuro», recuerda sobre la desmovilización que luego firmaron los paramilitares.
Ese sentido de la oportunidad es lo que Petro reveló en esta campaña por el cambio, en un momento de ebullición social y crisis económica, al lado de una líder social afro y feminista: Francia Márquez, la ahora vicepresidenta electa.
«Donde los demás ven riesgos, Petro ve oportunidades», dice Cuesta, quien lo conoce hace décadas. «Es, en el buen sentido de la palabra, un oportunista».
La de Gustavo Petro Urrego no es la historia de un colombiano cualquiera, pero sí la de un colombiano común.
Nació en una familia de clase media baja en un pequeño pueblo de la sabana del Caribe, tierra de ganado y algodón. Su padre era profesor un colegio y su madre, militante de un partido nacionalista.
El mayor de tres hermanos, Petro es descrito como un joven tímido, vestido con colores oscuros, que se dedicó a los libros.
A pesar de ser costeño, Petro parece del altiplano andino: es serio, introvertido, desconfiado.
Una paradoja cultural que él mismo ha atribuido a su corriente política: «Ha dicho que a la izquierda colombiana, ‘amargada y acartonada’, habría que meterle ‘mucho Caribe’ y darle un sacudón para que pueda entender su propia sociedad», se lee un perfil de La Silla Vacía.
Cuando aún era niño, sus padres se mudaron a Zipaquirá, un pueblo al norte de Bogotá.
Petro estudió en un colegio público gestionado por curas al que también atendió el escritor -también costeño- Gabriel García Márquez, una de sus grandes influencias.
El alias insurgente de Petro era «Aureliano», en honor al coronel que protagoniza «100 años de soledad», la novela insigne de García Márquez que el político cita en cada cierre de discurso, cuando habla de «las generaciones condenadas a 100 años de soledad que tendrán una segunda oportunidad».
Petro empezó su militancia en Zipaquirá. Primero como adolescente curioso que iba a reuniones sindicales y luego como concejal e insurgente. A los 17 años entró a una guerrilla urbana, nacionalista y socialdemócrata: el Movimiento 19 de abril (M19).
Viajaba con frecuencia a Bogotá, donde estudió Economía, becado, en una universidad privada, el Externado.
En 1985 -cuando el M19 se preparaba para tomar el Palacio de Justicia, acción en la que murieron al menos 101 personas-, Petro fue arrestado, lo llevaron a unas caballerías del ejército en Bogotá y, según él, lo torturaron.
Dos años después fue puesto en libertad y continuó su militancia en varias regiones del país hasta que volvió a ser detenido. Pero, en 1990, el M19 se desmovilizó.
Petro, entonces, fue electo representante a la Cámara de Representantes por Cundinamarca, la sabana andina donde está Zipaquirá.
Lo amenazaron y, a sus 34 años, salió por primera vez del país.
Como una forma de proteger a los desmovilizados, el gobierno le asignó un cargo de bajo rango en la embajada de Bélgica, aunque terminó trabajando en un sótano porque el embajador, según él, era un «paramilitar» que no lo quería.
Los cuatro años de Petro en Europa fueron clave para la construcción de su perfil político: conoció el mundo desarrollado, los partidos socialdemócratas y la sociedad del conocimiento que él quiere para Colombia. Allí estudió medio ambiente, su bandera después de la justicia social.
En su libro de memorias señala que no conduce un auto hace 30 años por el impacto climático.
Petro no esconde la alta estima que tiene de sí mismo. «Los vientos de las gentes me llevaban de un lugar a otro, me hacían un gigante», relata en un pasaje de su libro.
Por eso le dicen «vanidoso», así como «arribista» y «contradictorio» por usar ropa de marca europea o «mesiánico» porque «se cree un salvador del pueblo».
Desde la izquierda critican sus formas: la arrogancia intelectual, el despotismo gerencial, la terquedad conceptual y el discurso polarizante. Desde la derecha le achacan el fondo: su visión económica del país, su cercanía con personajes como Chávez y su pasado guerrillero.
«No es que sea testarudo», dice Clara López, una líder de izquierda que lo conoce hace décadas. «Sino que es consecuente con una estructura de pensamiento que él expresa libre y profusamente».
La senadora electa, de 72 años, lo compara un aspirante presidencial de izquierda asesinado en 1989: «Petro tiene el criterio de consecuencia de Luis Carlos Galán: decir lo que se piensa y hacer lo que se dice, en oposición al político tradicional, que no dice lo que piensa y por eso no hace lo que dice».
En el 98, Petro volvió a Colombia para ser elegido, de nuevo, como representante de la Cámara por Cundinamarca.
«Así arrancó en firme la carrera de quien es considerado uno de los congresistas más brillantes que ha tenido Colombia», escribe La Silla Vacía.
Petro y su equipo parlamentario denunciaron algunos de los escándalos más graves durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010): el vínculo entre políticos y paramilitares y la violación de derechos humanos de las Fuerzas Armadas, entre otros.
«Los debates se habían convertido en mi proyecto de vida», dice Petro en su libro, donde habla del «régimen mafioso» que legisla en Colombia. «Me posicionaba como una especie de faro que brillaba en el Congreso».
En 2011, Petro ganó las elecciones para la alcaldía de Bogotá, el segundo puesto más importante del país y plataforma para muchos aspirantes a la presidencia, entre ellos Jorge Eliécer Gaitán, otra de sus influencias, asesinado en 1948.
El recuerdo de la alcaldía es lo que muchos usan para desacreditarlo. Se peleó con los medios, con los entes reguladores, con la presidencia, con la gobernación, con los vendedores ambulantes y hasta con los aficionados a los toros.
Pero su mayor contienda fue con los empresarios de la basura, a quienes quiso quitar el negocio y volverlo público. La reforma generó días sin recolección en una ciudad enorme y una destitución bajo el cargo de improvisador.
Él denunció un golpe de Estado, se fue a la plaza pública con megáfono en mano y logró, con un fallo a su favor de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que lo restituyeran 35 días después.
«Su estrategia fue voltear la situación a su favor», dice La Silla Vacía. «Aunque eso lo dejaba, de cara a la presidencia, como un gobernante antitécnico e improvisador, comenzó a forjar ante sus seguidores la imagen de un candidato perseguido por un sistema que asustaba con sus promesas de ruptura».
Su aceptación en la capital, en todo caso, está por encima del 60%; ganó allí en 2018, cuando Iván Duque fue elegido presidente, y ahora.
La alcaldía tuvo logros: bajaron los homicidios y la pobreza, se le dio acceso al agua a millones de personas y se fortalecieron regímenes de habitación y asistencia médica para vulnerables. Él se jacta de haber creado planes para los adictos a las drogas, modelos de expansión de la ciudad con enfoque ambiental y colegios, viviendas para los pobres y centros de salud públicos.
Pero muchos recuerdan ese mandato como un caos político que él aprovechó, cual oportunista, para lanzar su figura nacional. Y que el tráfico y el desarrollo urbano de la ciudad solo empeoraron, además de que muchas de sus promesas -como construir colegios y jardines infantiles- no se cumplieron.
Petro salió de la alcaldía con decenas de demandas y multas que, según él, casi lo quiebran.
«Es un tipo que inspira y convoca porque es valiente, corajudo, casi suicida en sus iniciativas», dice Carlos Vicente de Roux, un político cercano a él durante la alcaldía, con quien denunció grandes escándalos de corrupción.
«Pero eso le afecta su capacidad de administrar, porque está más preocupado por la ruptura, por la idea novedosa, que por la ejecución de un proyecto».
«Además es megalómano, porque siente que todo lo que toca, sea esto un criminal condenado o una idea mal planteada, se redime sólo por el hecho de que él está de por medio», opina De Roux.
Tras su salida de la alcaldía, en 2015, Petro se ha dedicado a construir una candidatura que le permita llegar a la presidencia.
Se había lanzado en 2010, pero en 2018 y 2022 se consolidó como la antítesis de quienes han gobernado el país por décadas: aquellos que él suele llamar «los de siempre».
En 2018, Colombia recién salía de un complejo proceso de paz con las FARC que dividió a la sociedad y reanimó la indignación hacia la guerrilla.
Cuando las noticias de una terrible crisis humanitaria llegaban desde Venezuela, no solo en la prensa, sino en las calles a través de los migrantes, la opción de un exguerrillero amigo de Hugo Chávez como presidente no logró suficientes adeptos. Duque, impulsado por el hastío hacia el proceso de paz, le ganó por diez puntos en la segunda vuelta.
Pero en los últimos cuatro años el país cambió. Petro también.
Colombia fue el escenario de dos estallidos sociales que revelaron una profunda necesidad de cambio. Y la pandemia exacerbó la desigualdad y la pobreza.
Petro se dedicó a tender puentes, se alió con políticos tradicionales, juró que no va a expropiar, prometió no aumentar el déficit ni la inflación, dijo que en su gobierno la oposición no será perseguida y buscó apartarse de la figura puramente izquierdista que supuestamente llevaría a Colombia a ser Venezuela.
El vehemente exguerillero famoso por la confrontación empezó a mostrarse ecuánime, conciliador, cual estadista. Hasta les ofreció perdón a criminales y corruptos.
Su idea de un Pacto Histórico, el nombre de la coalición que lo ha llevado al poder, va precisamente en la tónica de su reunión con Castaño: crear un consenso entre los diferentes en busca de la paz soñada.
Antes le sirvió para que no lo mataran; ahora, para llegar al poder.
Pero lo que viene, con todo el poder del sistema en su contra y una personalidad dada a la confrontación, será lo más difícil.