La cultura política de los actuales gobernantes venezolanos perdió su alzada. Extravió su esbeltez ganada con el aprendizaje que los años de lucha política proporcionan. La cultura política que en los últimos tiempos acompañó la mediocridad de los gobernantes venezolanos que, entre traspiés y zarandeos, arribaron al poder en diciembre de 1999, se ha visto dominada por tres causales de controvertido tenor. 1) el inmediatismo pérfido; 2) el militarismo resentido y 3) el pragmatismo vulgar.
En el contexto del rancio socialismo del siglo XXI, los dirigentes políticos dispusieron sus intereses hacia los problemas más elementales de los sistemas político, económico y social. En consecuencia, esos mismos personajes de marras renunciaron a los problemas terminales del sistema social dejando desamparado al país de políticas de Estado serias y ordenadas.
El régimen dictatorial que comenzó a establecerse en el año 2000, con el concurso de una Constitución marcadamente presidencialista, que reivindicó el centralismo y la concentración del poder público, cayó en el vacío o profunda fisura que su misma ineptitud había construido. Además, su edificación contó con el agregado que le prestó la avidez acarreada por el engrosamiento de las finanzas personales (corrupción) de funcionarios de todo nivel, sector y categoría.
Entre tantos problemas, el país perdió el rumbo de la política. Tan rápido como se vieron acosadas las circunstancias imperantes, Venezuela comenzó a desnaturalizarse en materia política, social y económica. Se extravió el legado de alternancia y afianzamiento plantado por el sistema político democrático.
El régimen socialista logró articular sus decisiones a un esquema de gobierno que se valió del terror para imponer su autoritarismo hegemónico. La impunidad fue el modo más expedito mediante el cual pudo burlar cualquier coyuntura que se identificara con procesos que exaltaran el Estado de Derecho, como condición para actuar en correspondencia con las libertades y los derechos humanos.
Venezuela, entonces, se convirtió en un mapa borrascoso: casi todo había desaparecido. Uno de los momentos que exasperó la situación de penuria que había empezado a vivirse, fue la delación de delitos relacionados con el tráfico y comercialización de importantes cantidades de narcóticos. Particularmente, cocaína.
Quizás, el caso que reveló el paroxismo de un Estado reñido con la justicia a consecuencia del narcotráfico, que había allanado los caminos de la legalidad declarada por la presunción de calificar a Venezuela como “Estado democrático y social de Justicia y de Derecho”, fue la negociación secreta que el régimen socialista llegó a operar y facultar.
El intercambio de prisioneros con EE UU dejó en evidencia varios cuestionamientos que ponen en tela de juicio la institucionalidad no sólo venezolana, también la norteamericana.
El evento rompe con la estructura constitucional, moral y ética, sobre todo, aquellos valores que fundamentan la democracia como sistema político. Y esto es muy grave. Constituye el libreto que podría avalar próximas desviaciones del ordenamiento jurídico en cualquier nación. Especialmente, de aquellas naciones que se arrogan un “Estado de Derecho” de cabal ordenamiento jurídico para consumo legislativo de la sociedad en general.
En consecuencia, la situación impugnada evidencia un borrón de los criterios que convencionalmente siguen la teoría política. Intercambiar criminales y mafiosos, por rehenes o presos políticos, si bien no representa una novedad, sí lo es en el sentido politológico. Este hecho, eleva groseramente costos de los cuales se cuida normalmente el ejercicio de la política. Resquebraja consideraciones que exaltan el equilibrio que pauta la proporcionalidad entre adversarios en una situación de cortante embate.
No será fácil atesorar la consideración de “respeto a la dignidad de cada persona” como expresión de la autonomía del ejercicio democrático de gobierno que se precie de solidario, responsable y justo.
Sólo resta decir que todo ello sucede cuando la inmundicia inhabilita procederes democráticos. Ante lo sucedido con la venia del autoritarismo hegemónico venezolano, queda gritar y que el eco alcance los cuatro vientos: ¡Qué asco!
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Competencia de egos
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La cultura política de los actuales gobernantes venezolanos perdió su alzada. Extravió su esbeltez ganada con el aprendizaje que los años de lucha política proporcionan. La cultura política que en los últimos tiempos acompañó la mediocridad de los gobernantes venezolanos que, entre traspiés y zarandeos, arribaron al poder en diciembre de 1999, se ha visto dominada por tres causales de controvertido tenor. 1) el inmediatismo pérfido; 2) el militarismo resentido y 3) el pragmatismo vulgar.
En el contexto del rancio socialismo del siglo XXI, los dirigentes políticos dispusieron sus intereses hacia los problemas más elementales de los sistemas político, económico y social. En consecuencia, esos mismos personajes de marras renunciaron a los problemas terminales del sistema social dejando desamparado al país de políticas de Estado serias y ordenadas.
El régimen dictatorial que comenzó a establecerse en el año 2000, con el concurso de una Constitución marcadamente presidencialista, que reivindicó el centralismo y la concentración del poder público, cayó en el vacío o profunda fisura que su misma ineptitud había construido. Además, su edificación contó con el agregado que le prestó la avidez acarreada por el engrosamiento de las finanzas personales (corrupción) de funcionarios de todo nivel, sector y categoría.
Entre tantos problemas, el país perdió el rumbo de la política. Tan rápido como se vieron acosadas las circunstancias imperantes, Venezuela comenzó a desnaturalizarse en materia política, social y económica. Se extravió el legado de alternancia y afianzamiento plantado por el sistema político democrático.
El régimen socialista logró articular sus decisiones a un esquema de gobierno que se valió del terror para imponer su autoritarismo hegemónico. La impunidad fue el modo más expedito mediante el cual pudo burlar cualquier coyuntura que se identificara con procesos que exaltaran el Estado de Derecho, como condición para actuar en correspondencia con las libertades y los derechos humanos.
Venezuela, entonces, se convirtió en un mapa borrascoso: casi todo había desaparecido. Uno de los momentos que exasperó la situación de penuria que había empezado a vivirse, fue la delación de delitos relacionados con el tráfico y comercialización de importantes cantidades de narcóticos. Particularmente, cocaína.
Quizás, el caso que reveló el paroxismo de un Estado reñido con la justicia a consecuencia del narcotráfico, que había allanado los caminos de la legalidad declarada por la presunción de calificar a Venezuela como “Estado democrático y social de Justicia y de Derecho”, fue la negociación secreta que el régimen socialista llegó a operar y facultar.
El intercambio de prisioneros con EE UU dejó en evidencia varios cuestionamientos que ponen en tela de juicio la institucionalidad no sólo venezolana, también la norteamericana.
El evento rompe con la estructura constitucional, moral y ética, sobre todo, aquellos valores que fundamentan la democracia como sistema político. Y esto es muy grave. Constituye el libreto que podría avalar próximas desviaciones del ordenamiento jurídico en cualquier nación. Especialmente, de aquellas naciones que se arrogan un “Estado de Derecho” de cabal ordenamiento jurídico para consumo legislativo de la sociedad en general.
En consecuencia, la situación impugnada evidencia un borrón de los criterios que convencionalmente siguen la teoría política. Intercambiar criminales y mafiosos, por rehenes o presos políticos, si bien no representa una novedad, sí lo es en el sentido politológico. Este hecho, eleva groseramente costos de los cuales se cuida normalmente el ejercicio de la política. Resquebraja consideraciones que exaltan el equilibrio que pauta la proporcionalidad entre adversarios en una situación de cortante embate.
No será fácil atesorar la consideración de “respeto a la dignidad de cada persona” como expresión de la autonomía del ejercicio democrático de gobierno que se precie de solidario, responsable y justo.
Sólo resta decir que todo ello sucede cuando la inmundicia inhabilita procederes democráticos. Ante lo sucedido con la venia del autoritarismo hegemónico venezolano, queda gritar y que el eco alcance los cuatro vientos: ¡Qué asco!
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Competencia de egos