Pareciera que estamos ante otra epidemia entre las varias que nos atacan mundialmente. Esta vez no es un virus ni una bacteria el transmisor, es una persona, más específicamente: un tipo de hombre que se cree dueño del universo y sobre todo de las mujeres, en particular, de la “suya”, a quien golpea psicológica y físicamente, y algunos, asesinan.
Las noticias y denuncias sobre violaciones sexuales por parte de desconocidos y agresiones físicas o muerte de una mujer causada por alguien de su entorno afectivo son casi diarias. Ante un nuevo hecho de violencia hacia la mujer, la sociedad que la combate se siente golpeada, impotente.
La primera acción para erradicar la violencia contra la mujer fue ejecutada por organismos internacionales y locales de algunos países al reconocerla como un problema de salud pública. Hasta entonces, esa violencia, en cualquiera de sus múltiples expresiones, se había considerado «normal». A las mujeres había que tratarlas como lo que son: mujeres, seres inferiores, se pensaba.
Luego de muchas luchas de las propias mujeres, apenas en el siglo pasado, vino «rompe el silencio». Una invitación a las mujeres agredidas para que hablaran sobre lo que les estaba pasando. Las mujeres empezaron a denunciar y no han parado desde entonces en los países que hay instancias para ello.
La magnitud de denuncias de violencia hacia la mujer y la tenacidad de organizaciones civiles que exigían atender el problema, hizo que algunos países aprobaran leyes específicas para prevenir ese tipo de violencia y juzgar a los agresores. Asimismo, se crearon organismos -ministerios, secretarías, instituciones de alto rango gubernamental- con la misión de vigilar la aplicación de esas leyes, así como de trazar políticas públicas que mitiguen el problema.
Actualmente, la sociedad está mucho más sensibilizada sobre la violencia hacia la mujer pero aún así, ese problema parece estar fuera de control, como un incendio en la pradera.
El que no se haya podido erradicar la violencia hacia las mujeres no quiere decir que sea imposible lograrlo. Tampoco hay que pensar que las leyes, los organismos creados para atender este problema y la movilización social que produce cada caso haya sido ineficaz o que se esté perdiendo tiempo y dinero. Al contrario, a todas luces, sin esas acciones preventivas, el problema sería mucho mayor.
La violencia dirigida a las mujeres es un problema transversal en nuestras culturas falocéntricas, en nuestras “forma de ser” como sociedades. Es un hueso duro de roer.
Todavía hay hombres que se creen con el derecho que “le da su sexo”, su fuerza física y posición social, para acosar, ofender, golpear, violar sexualmente y hasta matar a las mujeres, particularmente, a la «suya». Es algo enraizado en sus creencias, una expresión del machismo.
Hay mujeres que, respondiendo a su crianza, entran en el juego perverso de dominio y sumisión, siendo ellas, por supuesto, las sumisas, las que tienen que aguantar todo. Y, hay familias que son transmisoras de patrones machistas que vienen desde la prehistoria y se extienden hasta nuestros días.
La violencia machista hacia las mujeres tiene muchas caras, caretas, antifaces, que la disfrazan. Razones culturales, más específicamente, religiosas, no la dejan ver claramente. Por tanto, en algunos grupos, comunidades y sociedades no se reconoce como un problema social.
Hay que lograr una educación de género distinta en contenidos a la tradicional, diluida en los conocimientos que se transmiten en todas las áreas sociales. Es una labor mancomunada de la familia, comunidad, medios, redes e iglesias y cuanta otra institución se sume a este necesario cambio de creencias, actitudes y conductas hacia las mujeres.
Hay que comenzar por un nuevo concepto de sí mismo en lo que respecta a ser hombre, mujer y cualquier otro género alternativo. Hay que establecer una nueva forma de relaciones cotidianas entre los géneros que combata el autoritarismo y estimule la verticalidad en el ejercicio del poder entre los géneros.
Hay que enseñar a las niñas, adolescentes y jóvenes mujeres a defenderse física y socialmente. Los niños, adolescentes y jóvenes varones tienen que aprender a respetar a las mujeres y a quienes no son como ellos.
La nueva educación tiene que reconocer que a pesar de las diferencias de sexo y de género, todos y todas tenemos derecho a los mismos derechos. La base tiene que ser el respeto mutuo.
Tenemos que fortalecer las organizaciones de la sociedad civil y las gubernamentales que luchan contra la violencia hacia la mujer. Redactar, y actualizar las leyes que rigen este problema. Denunciar la lenidad con la que algunos cuerpos policiales y jueces tratan a los agresores sexuales. Hay que llegar a cero impunidad en quienes violen sexualmente, negocien con cuerpos femeninos, lesionen o asesinen mujeres.
Lograr un cambio para que cese la violencia hacia las mujeres es difícil, sí, pero no imposible. Hay que hacer algo en función de ello todos los días.
En menos de 50 años, ha habido significativos cambios en la forma sobre cómo se ejerce la paternidad. Hoy, los padres suelen ser más tiernos, atentos, responsables con sus hijos e hijas que los de las generaciones anteriores. Eso nos permite confiar en que es posible lograr cambios , aún más radicales, en las creencias y conductas masculinas, incluyendo el de los machistas violentos con las mujeres.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Pareciera que estamos ante otra epidemia entre las varias que nos atacan mundialmente. Esta vez no es un virus ni una bacteria el transmisor, es una persona, más específicamente: un tipo de hombre que se cree dueño del universo y sobre todo de las mujeres, en particular, de la “suya”, a quien golpea psicológica y físicamente, y algunos, asesinan.
Las noticias y denuncias sobre violaciones sexuales por parte de desconocidos y agresiones físicas o muerte de una mujer causada por alguien de su entorno afectivo son casi diarias. Ante un nuevo hecho de violencia hacia la mujer, la sociedad que la combate se siente golpeada, impotente.
La primera acción para erradicar la violencia contra la mujer fue ejecutada por organismos internacionales y locales de algunos países al reconocerla como un problema de salud pública. Hasta entonces, esa violencia, en cualquiera de sus múltiples expresiones, se había considerado «normal». A las mujeres había que tratarlas como lo que son: mujeres, seres inferiores, se pensaba.
Luego de muchas luchas de las propias mujeres, apenas en el siglo pasado, vino «rompe el silencio». Una invitación a las mujeres agredidas para que hablaran sobre lo que les estaba pasando. Las mujeres empezaron a denunciar y no han parado desde entonces en los países que hay instancias para ello.
La magnitud de denuncias de violencia hacia la mujer y la tenacidad de organizaciones civiles que exigían atender el problema, hizo que algunos países aprobaran leyes específicas para prevenir ese tipo de violencia y juzgar a los agresores. Asimismo, se crearon organismos -ministerios, secretarías, instituciones de alto rango gubernamental- con la misión de vigilar la aplicación de esas leyes, así como de trazar políticas públicas que mitiguen el problema.
Actualmente, la sociedad está mucho más sensibilizada sobre la violencia hacia la mujer pero aún así, ese problema parece estar fuera de control, como un incendio en la pradera.
El que no se haya podido erradicar la violencia hacia las mujeres no quiere decir que sea imposible lograrlo. Tampoco hay que pensar que las leyes, los organismos creados para atender este problema y la movilización social que produce cada caso haya sido ineficaz o que se esté perdiendo tiempo y dinero. Al contrario, a todas luces, sin esas acciones preventivas, el problema sería mucho mayor.
La violencia dirigida a las mujeres es un problema transversal en nuestras culturas falocéntricas, en nuestras “forma de ser” como sociedades. Es un hueso duro de roer.
Todavía hay hombres que se creen con el derecho que “le da su sexo”, su fuerza física y posición social, para acosar, ofender, golpear, violar sexualmente y hasta matar a las mujeres, particularmente, a la «suya». Es algo enraizado en sus creencias, una expresión del machismo.
Hay mujeres que, respondiendo a su crianza, entran en el juego perverso de dominio y sumisión, siendo ellas, por supuesto, las sumisas, las que tienen que aguantar todo. Y, hay familias que son transmisoras de patrones machistas que vienen desde la prehistoria y se extienden hasta nuestros días.
La violencia machista hacia las mujeres tiene muchas caras, caretas, antifaces, que la disfrazan. Razones culturales, más específicamente, religiosas, no la dejan ver claramente. Por tanto, en algunos grupos, comunidades y sociedades no se reconoce como un problema social.
Hay que lograr una educación de género distinta en contenidos a la tradicional, diluida en los conocimientos que se transmiten en todas las áreas sociales. Es una labor mancomunada de la familia, comunidad, medios, redes e iglesias y cuanta otra institución se sume a este necesario cambio de creencias, actitudes y conductas hacia las mujeres.
Hay que comenzar por un nuevo concepto de sí mismo en lo que respecta a ser hombre, mujer y cualquier otro género alternativo. Hay que establecer una nueva forma de relaciones cotidianas entre los géneros que combata el autoritarismo y estimule la verticalidad en el ejercicio del poder entre los géneros.
Hay que enseñar a las niñas, adolescentes y jóvenes mujeres a defenderse física y socialmente. Los niños, adolescentes y jóvenes varones tienen que aprender a respetar a las mujeres y a quienes no son como ellos.
La nueva educación tiene que reconocer que a pesar de las diferencias de sexo y de género, todos y todas tenemos derecho a los mismos derechos. La base tiene que ser el respeto mutuo.
Tenemos que fortalecer las organizaciones de la sociedad civil y las gubernamentales que luchan contra la violencia hacia la mujer. Redactar, y actualizar las leyes que rigen este problema. Denunciar la lenidad con la que algunos cuerpos policiales y jueces tratan a los agresores sexuales. Hay que llegar a cero impunidad en quienes violen sexualmente, negocien con cuerpos femeninos, lesionen o asesinen mujeres.
Lograr un cambio para que cese la violencia hacia las mujeres es difícil, sí, pero no imposible. Hay que hacer algo en función de ello todos los días.
En menos de 50 años, ha habido significativos cambios en la forma sobre cómo se ejerce la paternidad. Hoy, los padres suelen ser más tiernos, atentos, responsables con sus hijos e hijas que los de las generaciones anteriores. Eso nos permite confiar en que es posible lograr cambios , aún más radicales, en las creencias y conductas masculinas, incluyendo el de los machistas violentos con las mujeres.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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