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Los secretos que mi abuelo se llevó

LA HUMANIDAD · 2 OCTUBRE, 2022 08:00

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Efecto Cocuyo | @efectococuyo

Foto por Jennifer López

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QUÉ CHÉVERE
QUÉ INDIGNANTE
QUÉ CHIMBO

Entre los primeros recuerdos que tengo de mi abuelo materno está el de verlo sentado en la cama junto a mi abuela, ella le acariciaba la cabeza con ternura, así pasaban largo rato cada vez que nos visitaba. Ella lo amó hasta el último día de su vida, aunque la hizo pasar por mucho. Se habían casado y tuvieron dos hijos, pero él no fue precisamente un hombre de fidelidad. Una hija fuera del matrimonio que nació pocos meses después que mi mamá, da apenas cuenta de eso.

Recuerdo que a veces me daba regalos que eran para mí muy especiales, que me hacían gran ilusión, generalmente juguetes y ropa que no se veía en tiendas de Caracas porque los traía de sus viajes a Estados Unidos. Para cualquier niña pequeña un abuelo así era una delicia.

Era cariñoso, divertido, consentidor, era mi abuelo.

Bajo de estatura, pero de contextura gruesa, ojos azules, a veces con un poco de verde, cabello gris y abundante, tan velludo que daba risa cómo esos hilos grises se salían del cuello de la camisa, cómo cubrían también sus fuertes antebrazos, cejas pobladas y lentes que usaba desde la juventud. Era el abuelo Luis.

De él heredé sobre todo la sensibilidad y habilidad artística. Podía hacer manualidades y piezas de arte bellísimas. Pintaba, tallaba madera, trabajaba con todo lo que pasaba por sus manos y lo transformaba en algo personalizado, utilitario o sencillamente bello. Hasta aquí es probable que el mío se parezca a algún otro abuelo, con ciertas diferencias, pero como todos los seres humanos tenemos luces y sombras, resulta que las sombras de mi abuelo fueron bastante oscuras.

Mi abuelo el esbirro

Desde que tuve edad para escuchar esas historias, recuerdo a mi mamá contándome que su papá había estado preso por ocho años, desde 1958 cuando cayó la dictadura de Pérez Jiménez, porque trabajaba en la Seguridad Nacional. Aún a esa edad para mí eso no significaba mucho. En algún lugar de mi cabeza eso podría haber sido una equivocación, una injusticia, una exageración, porque tenía edad para el cuento simple, no para complejidades en las que ni mi mamá había querido entrar.

De adolescente surgieron muchas dudas sobre esa etapa de su vida, sobre todo durante algunos meses en los que vivió en nuestra casa. ¿Habría asesinado a alguien? ¿Habría torturado a alguien? No sabía y tampoco había en la época tanto acceso a la información como para tener idea de por dónde comenzar a buscar detalles. ¿Habría podido preguntarle? Quizás, pero hasta en mi ignorancia juvenil parecía un tema delicado o difícil de abordar. Después murió y se llevó esas respuestas con él. 

A mi abuelo, Luis Enrique Torres, conocido en la época como “Torrecito”, comencé a descubrirlo recientemente. Después de estudiar comunicación social, trabajé en medios de comunicación que me llevaron a cubrir multitudinarias movilizaciones, respirando gas lacrimógeno e intentando protegerme de los ataques de la Guardia Nacional o la Policía Nacional.

Estuvo preso ocho años en San Juan de Los Morros

Por aquellos días en que huía de perdigones y de balas, aquella duda sobre el pasado de mi abuelo se transformó en miedo, miedo de saber. Temía, porque mi vida profesional decidí dedicarla a la defensa de la democracia y sus valores, primero en medios y luego desde la comunicación política hace por lo menos 13 años. Las sombras de aquel abuelo estaban muy cerca de ser totalmente opuestas a eso.

Finalmente la duda pudo más, creo que porque he reflexionado sobre el tema, después de hacer estudios académicos recientes sobre transiciones, justicia transicional y acercarme con curiosidad a casos de perdón y reconciliación en países con conflictos internos graves. Así que me atreví a enfrentarlo de otra manera y buscar. Para eso Internet es una maravilla, te ahorra la posibilidad de arrepentirte de camino a buscar en el archivo de algún tribunal y, apenas un click después, tienes ante tus ojos las respuestas que evadiste por años.

  • Búsqueda – “Torrecito Seguridad Nacional” – Click.

Hasta encontré la foto de mi abuelo cuando fue detenido y presentado ante las cámaras de los fotoreporteros de la época, expuesto, después de haber sido buscado por varios días en los que se mantuvo escondido. Ahí estaba, cabizbajo, con el cabello largo y desordenado, derrotado.

«Esbirro» y «torturador» – se lee en algunas notas que lo mencionan – sentenciado por lesiones a un detenido porque no pudieron probar otra cosa, aunque es señalado de ser carcelero del escritor Miguel Otero Silva, del político Américo Martín y de otros opositores a Marcos Pérez Jiménez. Para las víctimas debe haber sido un gran alivio, justicia en alguna medida, aunque los principales responsables como Pedro Estrada lograron huir del país, advirtiendo que sus deudas pendientes por haber asesinado, torturado y perseguido, eran muy altas.

Al encontrar estas notas, recordé un triste momento vivido con un viejo amigo, que dejó de serlo el día que le conté, en una conversación de sobremesa, de quién era nieta. Su cara cambió, comenzó a gritarme porque su abuelo había sido parte de la casta política que luchó contra la dictadura y le había contado que “Torrecito”  fue uno de sus torturadores. Un episodio que por años me persiguió, porque en ese momento no supe reaccionar. Había sido víctima de una consecuencia a largo plazo de las acciones de mi abuelo, por algo que pasó cuando yo no era ni siquiera un plan. Las heridas abiertas de una familia alcanzan formas de expresión insospechadas que afectan a varias generaciones.

Estar de este lado no es fácil, ha resultado ser un peso, porque el vínculo sanguíneo está atado a una historia que, por supuesto, no te produce orgullo alguno y de la que tampoco pediste ser parte. El detalle es que nadie pregunta cómo se siente eso. Se siente como tener ganas de disculparte por algo que no hiciste, se siente como pena ante los que sufrieron de su mano y quedaron con cicatrices en el cuerpo o el alma, se siente como un dilema entre recuerdos del abuelo dulce y los relatos de tortura a cargo del mismo ser humano. Luces y sombras de una persona a la que tanto quisiste.

Me pregunto cómo será la experiencia en 50 años para los nietos de los agentes del SEBIN, de la DGCIM, señalados de haber torturado con diferentes métodos y variada intensidad a decenas de presos por motivos políticos. Quienes son perpetradores quizás no sacan esa cuenta. A lo mejor confían en que aquellos se atreverán a despejar sus dudas después de los cuarenta, como me ocurrió, cuando ya ellos no estén en este plano para responderles. 

Verdad, reparación y memoria

Con la caída de Pérez Jiménez y la orden de detener a mi abuelo, para mi familia inició una pesadilla.

En aquel momento, mi mamá tenía 4 años recién cumplidos, mi tío, apenas 6, pero sin importar que solo se trataba de niños, en casa comenzaron a recibir con frecuencia la visita de militares, armados con fusiles, que destrozaban todo en allanamientos periódicos. Sacaban la ropa de los closets, volteaban los muebles, rompían colchones, cada vez que iban. Mi abuela sólo les decía que allí no había nada de su interés. Mi mamá lloraba. En esos años las víctimas de las acciones de “Torrecito” no fueron sólo políticos conspiradores, también su familia.

Tratando de sostener a los niños sola después de la detención, mi abuela intentó trabajar en diferentes lugares de los que era despedida por ser la esposa de Luis Enrique Torres, supongo que las responsabilidades individuales se transfieren en el apellido de casada.

Las esposas de entonces no le preguntaban al marido, que terminaba su jornada de trabajo en una institución del gobierno, a cuántos había torturado, porque no sabían nada de esas prácticas. Ella era solo una enfermera y sus hijos unos niños pequeños a quienes los vecinos, con crueldad, les decían en su cara “esbirritos”, sin que ellos comprendieran el significado de la  ofensa. 

Luis Enrique Torres salió de la cárcel de San Juan de Los Morros ocho años después, sin el alias, ya no era “Torrecito”. Estando en la cárcel se divorció de mi abuela y se casó con otra mujer, que ya era parte de su vida para el 23 de enero de 1958 y quien lo ayudó a ocultarse. Seguramente después de eso solo pensó en rehacer su vida.

Todos estos recuerdos de la historia de mi familia se han hecho presentes, porque mi pasión por la política y el trabajo con quienes la ejercen, me acercaron a nuevos conceptos recientemente.

En un taller sobre Justicia Transicional conocí con más detalle el proceso que debe transitar una sociedad que se compromete a llevar de la mano a los afectados por regímenes autoritarios en su búsqueda de verdad, justicia y reparación. En cada clase me hice muchas preguntas como periodista, sobre cómo podemos los comunicadores ayudar en la construcción de mensajes para una sociedad herida y víctimas invisibilizadas, pero eventualmente me asaltaban dudas más personales, que se fueron transformando en reflexiones que conectan el pasado con el presente del país.

El concepto de Justicia Transicional es de reciente data en el sistema internacional de justicia, nació de las experiencias, del ensayo y error, de darse cuenta a través de la observación de la historia de que no se puede solo pasar la página y olvidar las atrocidades cometidas por regímenes violadores de derechos humanos, de reconocer que las víctimas y la sociedad afectadas deben y merecen sanar porque los resentimientos se acumulan y los pueblos terminan volviéndose contra sí mismos en retornos cíclicos al autoritarismo. Sanar esas heridas, ofrecer justicia, reconocer el dolor causado, reparar y construir memoria para que las violaciones no se repitan son pasos necesarios, incluso en el fortalecimiento de las democracias.

¿Todos estos pasos se dieron después de la caída de Pérez Jimenez? Esa transición ofreció cierto nivel de justicia, pero también hubo venganza en acciones como allanamientos periódicos a la casa de mi abuela. Traumas no superados hoy por aquellos niños como mi mamá hablan de una falta de empatía tremenda y un deseo de venganza que pagaron con inocentes. ¿Habrán sufrido lo mismo las familias de los otros 22 exfuncionarios de la Seguridad Nacional que fueron presos? Así comenzaron nuestros 40 años de democracia.

Seguramente Luis Enrique Torres nunca le pidió perdón a sus víctimas después de que salió de la cárcel, no pensaría que era necesario. A mi abuela tampoco le pidieron perdón, ni repararon daños emocionales causados por entrar a su casa y aterrorizar a sus hijos por varios años, dejándoles recuerdos que aún los persiguen en su vejez. Probablemente a los hermanos Jorge y Delcy Rodríguez nadie les pidió perdón por asesinar a su papá, que merecía ser procesado por sus delitos ante la justicia con plenos derechos y no torturado hasta la muerte. Nadie le ha pedido perdón a la mamá de Geraldine Moreno, por dispararle en la cara a quemarropa decenas de perdigones que acabaron con su vida o a la esposa del Capitán  Rafael Acosta Arévalo, muerto a consecuencia de torturas.

Así hemos ido sumando resentimientos y culpables a una historia de Venezuela que todos cuentan desde su propia óptica, desde el análisis de hechos generales, sin detenerse a pensar en las historias pequeñas, individuales, en las almas en las que se gestaron los sentimientos y resentimientos que han producido una gran polarización. Aquellas pequeñas partículas de polvo que produjeron estos lodos.

Hoy pido perdón por las acciones de mi abuelo, que sumaron dolor a esta historia.

LA HUMANIDAD · 2 OCTUBRE, 2022

Los secretos que mi abuelo se llevó

Texto por Efecto Cocuyo | @efectococuyo
Foto por Jennifer López

Entre los primeros recuerdos que tengo de mi abuelo materno está el de verlo sentado en la cama junto a mi abuela, ella le acariciaba la cabeza con ternura, así pasaban largo rato cada vez que nos visitaba. Ella lo amó hasta el último día de su vida, aunque la hizo pasar por mucho. Se habían casado y tuvieron dos hijos, pero él no fue precisamente un hombre de fidelidad. Una hija fuera del matrimonio que nació pocos meses después que mi mamá, da apenas cuenta de eso.

Recuerdo que a veces me daba regalos que eran para mí muy especiales, que me hacían gran ilusión, generalmente juguetes y ropa que no se veía en tiendas de Caracas porque los traía de sus viajes a Estados Unidos. Para cualquier niña pequeña un abuelo así era una delicia.

Era cariñoso, divertido, consentidor, era mi abuelo.

Bajo de estatura, pero de contextura gruesa, ojos azules, a veces con un poco de verde, cabello gris y abundante, tan velludo que daba risa cómo esos hilos grises se salían del cuello de la camisa, cómo cubrían también sus fuertes antebrazos, cejas pobladas y lentes que usaba desde la juventud. Era el abuelo Luis.

De él heredé sobre todo la sensibilidad y habilidad artística. Podía hacer manualidades y piezas de arte bellísimas. Pintaba, tallaba madera, trabajaba con todo lo que pasaba por sus manos y lo transformaba en algo personalizado, utilitario o sencillamente bello. Hasta aquí es probable que el mío se parezca a algún otro abuelo, con ciertas diferencias, pero como todos los seres humanos tenemos luces y sombras, resulta que las sombras de mi abuelo fueron bastante oscuras.

Mi abuelo el esbirro

Desde que tuve edad para escuchar esas historias, recuerdo a mi mamá contándome que su papá había estado preso por ocho años, desde 1958 cuando cayó la dictadura de Pérez Jiménez, porque trabajaba en la Seguridad Nacional. Aún a esa edad para mí eso no significaba mucho. En algún lugar de mi cabeza eso podría haber sido una equivocación, una injusticia, una exageración, porque tenía edad para el cuento simple, no para complejidades en las que ni mi mamá había querido entrar.

De adolescente surgieron muchas dudas sobre esa etapa de su vida, sobre todo durante algunos meses en los que vivió en nuestra casa. ¿Habría asesinado a alguien? ¿Habría torturado a alguien? No sabía y tampoco había en la época tanto acceso a la información como para tener idea de por dónde comenzar a buscar detalles. ¿Habría podido preguntarle? Quizás, pero hasta en mi ignorancia juvenil parecía un tema delicado o difícil de abordar. Después murió y se llevó esas respuestas con él. 

A mi abuelo, Luis Enrique Torres, conocido en la época como “Torrecito”, comencé a descubrirlo recientemente. Después de estudiar comunicación social, trabajé en medios de comunicación que me llevaron a cubrir multitudinarias movilizaciones, respirando gas lacrimógeno e intentando protegerme de los ataques de la Guardia Nacional o la Policía Nacional.

Estuvo preso ocho años en San Juan de Los Morros

Por aquellos días en que huía de perdigones y de balas, aquella duda sobre el pasado de mi abuelo se transformó en miedo, miedo de saber. Temía, porque mi vida profesional decidí dedicarla a la defensa de la democracia y sus valores, primero en medios y luego desde la comunicación política hace por lo menos 13 años. Las sombras de aquel abuelo estaban muy cerca de ser totalmente opuestas a eso.

Finalmente la duda pudo más, creo que porque he reflexionado sobre el tema, después de hacer estudios académicos recientes sobre transiciones, justicia transicional y acercarme con curiosidad a casos de perdón y reconciliación en países con conflictos internos graves. Así que me atreví a enfrentarlo de otra manera y buscar. Para eso Internet es una maravilla, te ahorra la posibilidad de arrepentirte de camino a buscar en el archivo de algún tribunal y, apenas un click después, tienes ante tus ojos las respuestas que evadiste por años.

  • Búsqueda – “Torrecito Seguridad Nacional” – Click.

Hasta encontré la foto de mi abuelo cuando fue detenido y presentado ante las cámaras de los fotoreporteros de la época, expuesto, después de haber sido buscado por varios días en los que se mantuvo escondido. Ahí estaba, cabizbajo, con el cabello largo y desordenado, derrotado.

«Esbirro» y «torturador» – se lee en algunas notas que lo mencionan – sentenciado por lesiones a un detenido porque no pudieron probar otra cosa, aunque es señalado de ser carcelero del escritor Miguel Otero Silva, del político Américo Martín y de otros opositores a Marcos Pérez Jiménez. Para las víctimas debe haber sido un gran alivio, justicia en alguna medida, aunque los principales responsables como Pedro Estrada lograron huir del país, advirtiendo que sus deudas pendientes por haber asesinado, torturado y perseguido, eran muy altas.

Al encontrar estas notas, recordé un triste momento vivido con un viejo amigo, que dejó de serlo el día que le conté, en una conversación de sobremesa, de quién era nieta. Su cara cambió, comenzó a gritarme porque su abuelo había sido parte de la casta política que luchó contra la dictadura y le había contado que “Torrecito”  fue uno de sus torturadores. Un episodio que por años me persiguió, porque en ese momento no supe reaccionar. Había sido víctima de una consecuencia a largo plazo de las acciones de mi abuelo, por algo que pasó cuando yo no era ni siquiera un plan. Las heridas abiertas de una familia alcanzan formas de expresión insospechadas que afectan a varias generaciones.

Estar de este lado no es fácil, ha resultado ser un peso, porque el vínculo sanguíneo está atado a una historia que, por supuesto, no te produce orgullo alguno y de la que tampoco pediste ser parte. El detalle es que nadie pregunta cómo se siente eso. Se siente como tener ganas de disculparte por algo que no hiciste, se siente como pena ante los que sufrieron de su mano y quedaron con cicatrices en el cuerpo o el alma, se siente como un dilema entre recuerdos del abuelo dulce y los relatos de tortura a cargo del mismo ser humano. Luces y sombras de una persona a la que tanto quisiste.

Me pregunto cómo será la experiencia en 50 años para los nietos de los agentes del SEBIN, de la DGCIM, señalados de haber torturado con diferentes métodos y variada intensidad a decenas de presos por motivos políticos. Quienes son perpetradores quizás no sacan esa cuenta. A lo mejor confían en que aquellos se atreverán a despejar sus dudas después de los cuarenta, como me ocurrió, cuando ya ellos no estén en este plano para responderles. 

Verdad, reparación y memoria

Con la caída de Pérez Jiménez y la orden de detener a mi abuelo, para mi familia inició una pesadilla.

En aquel momento, mi mamá tenía 4 años recién cumplidos, mi tío, apenas 6, pero sin importar que solo se trataba de niños, en casa comenzaron a recibir con frecuencia la visita de militares, armados con fusiles, que destrozaban todo en allanamientos periódicos. Sacaban la ropa de los closets, volteaban los muebles, rompían colchones, cada vez que iban. Mi abuela sólo les decía que allí no había nada de su interés. Mi mamá lloraba. En esos años las víctimas de las acciones de “Torrecito” no fueron sólo políticos conspiradores, también su familia.

Tratando de sostener a los niños sola después de la detención, mi abuela intentó trabajar en diferentes lugares de los que era despedida por ser la esposa de Luis Enrique Torres, supongo que las responsabilidades individuales se transfieren en el apellido de casada.

Las esposas de entonces no le preguntaban al marido, que terminaba su jornada de trabajo en una institución del gobierno, a cuántos había torturado, porque no sabían nada de esas prácticas. Ella era solo una enfermera y sus hijos unos niños pequeños a quienes los vecinos, con crueldad, les decían en su cara “esbirritos”, sin que ellos comprendieran el significado de la  ofensa. 

Luis Enrique Torres salió de la cárcel de San Juan de Los Morros ocho años después, sin el alias, ya no era “Torrecito”. Estando en la cárcel se divorció de mi abuela y se casó con otra mujer, que ya era parte de su vida para el 23 de enero de 1958 y quien lo ayudó a ocultarse. Seguramente después de eso solo pensó en rehacer su vida.

Todos estos recuerdos de la historia de mi familia se han hecho presentes, porque mi pasión por la política y el trabajo con quienes la ejercen, me acercaron a nuevos conceptos recientemente.

En un taller sobre Justicia Transicional conocí con más detalle el proceso que debe transitar una sociedad que se compromete a llevar de la mano a los afectados por regímenes autoritarios en su búsqueda de verdad, justicia y reparación. En cada clase me hice muchas preguntas como periodista, sobre cómo podemos los comunicadores ayudar en la construcción de mensajes para una sociedad herida y víctimas invisibilizadas, pero eventualmente me asaltaban dudas más personales, que se fueron transformando en reflexiones que conectan el pasado con el presente del país.

El concepto de Justicia Transicional es de reciente data en el sistema internacional de justicia, nació de las experiencias, del ensayo y error, de darse cuenta a través de la observación de la historia de que no se puede solo pasar la página y olvidar las atrocidades cometidas por regímenes violadores de derechos humanos, de reconocer que las víctimas y la sociedad afectadas deben y merecen sanar porque los resentimientos se acumulan y los pueblos terminan volviéndose contra sí mismos en retornos cíclicos al autoritarismo. Sanar esas heridas, ofrecer justicia, reconocer el dolor causado, reparar y construir memoria para que las violaciones no se repitan son pasos necesarios, incluso en el fortalecimiento de las democracias.

¿Todos estos pasos se dieron después de la caída de Pérez Jimenez? Esa transición ofreció cierto nivel de justicia, pero también hubo venganza en acciones como allanamientos periódicos a la casa de mi abuela. Traumas no superados hoy por aquellos niños como mi mamá hablan de una falta de empatía tremenda y un deseo de venganza que pagaron con inocentes. ¿Habrán sufrido lo mismo las familias de los otros 22 exfuncionarios de la Seguridad Nacional que fueron presos? Así comenzaron nuestros 40 años de democracia.

Seguramente Luis Enrique Torres nunca le pidió perdón a sus víctimas después de que salió de la cárcel, no pensaría que era necesario. A mi abuela tampoco le pidieron perdón, ni repararon daños emocionales causados por entrar a su casa y aterrorizar a sus hijos por varios años, dejándoles recuerdos que aún los persiguen en su vejez. Probablemente a los hermanos Jorge y Delcy Rodríguez nadie les pidió perdón por asesinar a su papá, que merecía ser procesado por sus delitos ante la justicia con plenos derechos y no torturado hasta la muerte. Nadie le ha pedido perdón a la mamá de Geraldine Moreno, por dispararle en la cara a quemarropa decenas de perdigones que acabaron con su vida o a la esposa del Capitán  Rafael Acosta Arévalo, muerto a consecuencia de torturas.

Así hemos ido sumando resentimientos y culpables a una historia de Venezuela que todos cuentan desde su propia óptica, desde el análisis de hechos generales, sin detenerse a pensar en las historias pequeñas, individuales, en las almas en las que se gestaron los sentimientos y resentimientos que han producido una gran polarización. Aquellas pequeñas partículas de polvo que produjeron estos lodos.

Hoy pido perdón por las acciones de mi abuelo, que sumaron dolor a esta historia.

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