In memóriam a mi perro Roy
Toda buena amistad deja huellas que construyen sueños y motivan realidades. Huellas que aleccionan para la vida. Lecciones que marcan emociones, momentos y experiencias. Igualmente, actitudes. Esto lo ofrecen sólo los amigos. Ellos saben brindar el socorro que clama la necesidad. Desde la más llana, hasta aquellas que no por complicadas suelen ser conquistadas por amigos especiales.
Bien lo expresó Madeleine de Souvré, escritora francesa del siglo XVII, al referir que «no hay que mirar qué bien nos ha hecho un amigo, sino solamente el empeño que él tiene de hacerlo» . Y que mejor amistad que la del perro que llega a la vida de cualquiera sin siquiera esperarlo. Pero que luego de su llegada, se convierte en un miembro muy exclusivo de la familia.
Del perro se han hecho infinitas consideraciones. Muchas lo exaltan como animal cuya relación con el hombre es de provecho en buena parte de su cotidianidad. De tanto miramiento han sido objeto estos animales,
Hay quienes han sugerido que la grandeza de una nación se juzgue por indicadores no sólo de desarrollo político, sino también por el modo en que sus animales son tratados.
Entre el perro, sin más raciocinio del que pauta su naturaleza, y la familia donde su vida transcurre, se establece una relación de franqueza que suele estimular cambios emotivos y sentimentales que alcanzan a todo miembro de esa familia. Quizás esta vinculación, ha convertido en casi un axioma aquello que reza que «el perro es el mejor amigo del hombre».
El que sus alborotos se tornen en razones de afecto y camaradería, es motivo suficiente para comprender que su presencia le da sentido a una hermosa amistad que se inicia desde el primer momento. Tanto así que esa amistad adquiere valor sin nada que medie entre la persona y el perro. Solamente, un simple gesto de cariñosa atención. Gesto que luego se traduce en una sumatoria de apegos tan fuertes, que no son desplazados por nada. Mucho menos, después que dichos afectos se arraigan en el universo de querencias del ser humano.
Ese amigo de particular algarabía, en cuyo mundo de expectativas está la mejor muestra de cariño, por simple y apresurada que sea, tiene la virtud innata de crear una amistad profundamente valiosa y única. De hecho luce casi imposible compararla con otra de igual calidad, condición y singularidad. Quizás, no habrá de conseguirse otra igual a la que propicia tan querido amigo «peludo».
Acá puede inferirse que estos animales son grandes maestros capaces de enseñar a sacar el lado más humano de quien esté en su cercanía. Sabe bien cómo edificar un mundo de afecto y de inolvidables efectos.
Por eso cabe reconocer que lo peor de todo lo vivido en compañía de tan especial amigo, sucede al momento en que la vida le e troncha su mirada. Le inmoviliza sus patas. Le paraliza su corazón. Le cierra las puertas.
Aunque a partir de ese momento su compañía no es física, su presencia sigue viviendo en el imaginario humano. Tan vivaz, como si al rato pudiera aparecer brincando y ladrando ante cualquier necesidad o antojo. Bastaría atender una mirada de ellos, para comprender y aceptar que la misma habla por sí sola.
Cuando un «peludo» se ausenta definitivamente del regazo creado para él, no es fácil rellenar el vacío que deja. Mejor dicho, imposible. Jamás podría olvidarse lo que sus ojos, expresan. Sobre todo, cuando mezclan cada expresión de los sentimientos más hermosos que el humano llega a sentir. Pero más aún, cuando presienten el final de sus días. Pues quizás, también lo padecen.
Esta disertación tiene como propósito exaltar la gratitud hacia tantos perros que se convierten en miembros de una familia. Vale entonces resaltar la gratitud que merece el hecho de compartir la vida con un «peludo». Por eso estas líneas quieren destacar tan hermosa emoción declarándola como la flor más bella que puede recogerse en el jardín celestial donde se posan y descansan las almas nobles y grandes. De ahí que para ellos, muchas flores de cara a su recuerdo y agradecimiento.
No hay duda de que los “peludos” son seres cuya inocencia los hacen ser «ángeles de colita». Dedicados a prodigar amor, cariño y ternura como nadie.
En la brevedad de este espacio, vale agregar lo que otras palabras enredarían de hablarse de gratitud hacia estos animales. Ellos, no por animales, dejan de ser los «angelitos» que saben enseñar lo que la vida no termina de hacerlo.
Esa es la razón para guardar los recuerdos de un «peludo» en el corazón. Por eso la gratitud hacia ellos no debe traducirse en lágrimas. Aunque cuesta evitarlas. Así que hay que dejar que la tristeza sea causa para sonreír ante lo que la vida le depara a quien ha tenido la dicha de disfrutar las gracias de un «peludo». Tal como me permitió la compañía de mi querido perro, amigo y compañero, «ROY«. Y es que habría tanto que decir de un perro, que muchas quedan avistadas cuando se recuerdan hermosos momentos que hablan por sí solos en torno de la huellas que deja un amigo «peludo».
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Bien lo expresó Madeleine de Souvré, escritora francesa del siglo XVII, al referir que «no hay que mirar qué bien nos ha hecho un amigo, sino solamente el empeño que él tiene de hacerlo» . Y que mejor amistad que la del perro que llega a la vida de cualquiera sin siquiera esperarlo. Pero que luego de su llegada, se convierte en un miembro muy exclusivo de la familia.
Del perro se han hecho infinitas consideraciones. Muchas lo exaltan como animal cuya relación con el hombre es de provecho en buena parte de su cotidianidad. De tanto miramiento han sido objeto estos animales,
Hay quienes han sugerido que la grandeza de una nación se juzgue por indicadores no sólo de desarrollo político, sino también por el modo en que sus animales son tratados.
Entre el perro, sin más raciocinio del que pauta su naturaleza, y la familia donde su vida transcurre, se establece una relación de franqueza que suele estimular cambios emotivos y sentimentales que alcanzan a todo miembro de esa familia. Quizás esta vinculación, ha convertido en casi un axioma aquello que reza que «el perro es el mejor amigo del hombre».
El que sus alborotos se tornen en razones de afecto y camaradería, es motivo suficiente para comprender que su presencia le da sentido a una hermosa amistad que se inicia desde el primer momento. Tanto así que esa amistad adquiere valor sin nada que medie entre la persona y el perro. Solamente, un simple gesto de cariñosa atención. Gesto que luego se traduce en una sumatoria de apegos tan fuertes, que no son desplazados por nada. Mucho menos, después que dichos afectos se arraigan en el universo de querencias del ser humano.
Ese amigo de particular algarabía, en cuyo mundo de expectativas está la mejor muestra de cariño, por simple y apresurada que sea, tiene la virtud innata de crear una amistad profundamente valiosa y única. De hecho luce casi imposible compararla con otra de igual calidad, condición y singularidad. Quizás, no habrá de conseguirse otra igual a la que propicia tan querido amigo «peludo».
Acá puede inferirse que estos animales son grandes maestros capaces de enseñar a sacar el lado más humano de quien esté en su cercanía. Sabe bien cómo edificar un mundo de afecto y de inolvidables efectos.
Por eso cabe reconocer que lo peor de todo lo vivido en compañía de tan especial amigo, sucede al momento en que la vida le e troncha su mirada. Le inmoviliza sus patas. Le paraliza su corazón. Le cierra las puertas.
Aunque a partir de ese momento su compañía no es física, su presencia sigue viviendo en el imaginario humano. Tan vivaz, como si al rato pudiera aparecer brincando y ladrando ante cualquier necesidad o antojo. Bastaría atender una mirada de ellos, para comprender y aceptar que la misma habla por sí sola.
Cuando un «peludo» se ausenta definitivamente del regazo creado para él, no es fácil rellenar el vacío que deja. Mejor dicho, imposible. Jamás podría olvidarse lo que sus ojos, expresan. Sobre todo, cuando mezclan cada expresión de los sentimientos más hermosos que el humano llega a sentir. Pero más aún, cuando presienten el final de sus días. Pues quizás, también lo padecen.
Esta disertación tiene como propósito exaltar la gratitud hacia tantos perros que se convierten en miembros de una familia. Vale entonces resaltar la gratitud que merece el hecho de compartir la vida con un «peludo». Por eso estas líneas quieren destacar tan hermosa emoción declarándola como la flor más bella que puede recogerse en el jardín celestial donde se posan y descansan las almas nobles y grandes. De ahí que para ellos, muchas flores de cara a su recuerdo y agradecimiento.
No hay duda de que los “peludos” son seres cuya inocencia los hacen ser «ángeles de colita». Dedicados a prodigar amor, cariño y ternura como nadie.
En la brevedad de este espacio, vale agregar lo que otras palabras enredarían de hablarse de gratitud hacia estos animales. Ellos, no por animales, dejan de ser los «angelitos» que saben enseñar lo que la vida no termina de hacerlo.
Esa es la razón para guardar los recuerdos de un «peludo» en el corazón. Por eso la gratitud hacia ellos no debe traducirse en lágrimas. Aunque cuesta evitarlas. Así que hay que dejar que la tristeza sea causa para sonreír ante lo que la vida le depara a quien ha tenido la dicha de disfrutar las gracias de un «peludo». Tal como me permitió la compañía de mi querido perro, amigo y compañero, «ROY«. Y es que habría tanto que decir de un perro, que muchas quedan avistadas cuando se recuerdan hermosos momentos que hablan por sí solos en torno de la huellas que deja un amigo «peludo».
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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