El clima mental en Venezuela
El centro de Caracas. Foto: Mairet Chourio.

El “clima mental” se refiere a lo que uno ve, percibe y siente en la gente. Es una impresión, algo parecido a la “vibra” que no se puede explicar, pero que uno siente, actúa en consecuencia y los demás entienden. Aunque, siendo algo tan subjetivo puede ser solo impresión

Lo que percibí en las calles, durante una corta y reciente visita a Venezuela, fue de pesadumbre, pero al mismo tiempo de tranquilidad. En la medida que conversé, prevaleció la impresión de que, a pesar de inmensas decepciones y calamidades, hay una tranquilidad que antes no se veía. No es pasividad, ni resignación, en absoluto. Es menos beligerancia. Me atrevo a decir, un clima de concordia. Algo muy distinto a lo que dejé hace cuatro años.

La pesadumbre en la calle

El clima mental que percibí me hizo imaginar lo que se sentirá en ambientes más íntimos, como en las casas, donde se manifiestan más crudamente las penurias con las que la inmensa mayoría de la gente vive en Venezuela.

Las calamidades no solo se viven en el hogar, también en el supermercado o cuando se tiene que ir a un hospital, cuando conoces las condiciones en las que escolares reciben sus clases, se recibe el pago a fin de mes o no se recibe nada, pero igualmente hay que comer, pagar deudas, mantener la salud, recibir educación, vestirte, divertirte.  Todo eso sin ver luz al final del túnel.  

En Caracas percibí que ha aumentado la decepción con lo que ocurre en el país, pero, al mismo tiempo, hay un dejo de esperanza, casi la convicción de que “las cosas” van a cambiar. Posiblemente, por ello, la rabia ha mermado.

Una Venezuela contradictoria

“De aquí hay que irse” es una frase nacional en Venezuela, la que pensaron millones que ya se han ido del país. La oí mucho en menores de 40 años, especialmente en quienes la desesperanza es mayor. La pérdida de la ilusión en el futuro es grave. Pareciera que ningún esfuerzo vale la pena y aún así, el esfuerzo es pesado, pero constante, un recurso de sobrevivencia. Admirable.

Junto a la desesperanza capté otro sentimiento que podría ser de esperanza, un cierto optimismo más extendido de lo que imaginaba. Más bien, un cambio de actitud ante lo que se vive, un replanteo de cómo enfrentar esa dura realidad. Una estrategia de sobrevivencia basada en los recursos y fortalezas de cada quien.  Sentí menos convicción en salidas colectivas, llámese protestas de calle o elecciones. Una cierta quietud basada en la confianza en sí mismo, algo proactivo.

Temores que persisten

Pareciera que el miedo sembrado por el hampa, durante décadas, ha disminuido porque los hampones también pareciera que han disminuido. Se ve más gente con sus teléfonos en las calles hablando con tranquilidad.  Yo mismo me descubrí haciéndolo, un acto poco frecuente en Caracas hace pocos años. Sin embargo, persiste un miedo a la calle de noche. En cuanto anochece, mucha gente se resguarda. Lo contrario que ocurre en las grandes y prósperas ciudades.

Aún cuando el hampa ahora pudiera ser menos amenazante en Caracas, el miedo persiste. Hay una sensación de amenaza, de temor en los espacios públicos que afecta seriamente la calidad de vida. Particularmente, en sectores de clase media. Como una paradoja, en los sectores populares, donde el hampa pudiera estar más cerca, la noche comienza con la gente en la calle.

En Caracas se sale de casa por obligación, lo que sigue es el encierro. Hay poco compartir con el otro. El aislamiento se ha hecho usual y eso produce la sensación de que la gente está/se siente sola. A esto se suma la soledad real por la emigración de familiares y amistades. Ante una invitación a salir de noche, la gente se alegra, pero de inmediato le asalta la duda de aceptarla o, en definitiva, decide no asistir. Por supuesto, en la gente joven no es así.

Metáfora de un país

Una razón del miedo a las calles caraqueñas no es tanto por un posible asalto de malhechores sino por los conductores de automóviles. En Caracas parece que los conductores van al volante de tanques de guerra ante un enemigo imaginario.  El pie en el acelerador es como el dedo en un gatillo.

La agresión de los conductores hacia otros conductores y, en particular, hacia los peatones pareciera ser una norma creada por quien maneja, y la única que cumple, lo demás es anarquía. El irrespeto a la luz de los semáforos es generalizado. Frente al volante se expresa un individualismo y un egoísmo feroz. Caracas es la ciudad de sálvese quien pueda que aquí voy yo, una metáfora del país.

A pesar de todo, en Caracas se baila

Cuando salí de Venezuela, hace casi cuatro años, el baile en lugares públicos era una rareza, aún más raro en los espacios privados. Para mí grata sorpresa, ahora acude más gente a los sitios donde siempre se ha bailado y surgen nuevos espacios para que la gente mueva el cuerpo al son de la música. Es una señal contundente y entusiasta de que la gente defiende su derecho al disfrute.

No solo en los espacios de baile, en otros sitios caraqueños también sentí un ambiente menos tenso que hace años. Percibí acciones de encuentro entre sectores que hasta hace poco se repelían. A pesar de que hay gente pensando en la ida como salida individual e inevitable, hay otra decidida a permanecer en el país buscando la salida desde adentro. 

Mi admiración y compromiso con quienes están en Venezuela ahora es mayor. Ya vuelvo.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

Del mismo autor: Venezuela, cuatro años sin verla

Leoncio Barrios, psicólogo y analista social. Escribidor de crónicas, memorias, mini ensayos, historias de sufrimiento e infantiles. Cinéfilo y bailarín aficionado. Reside en Caracas.