Prosigue la pugna pospandémica entre la democracia y el autoritarismo. En el mundo se contrastan dos formas de gobernar muy distintas entre sí, aunque la primera gana en prestigio y reputación, la segunda se ha venido consolidando usando narrativas que la hagan “parecer” a la primera.
Nadie aprueba públicamente a un gobernante “autócrata” si éste no usa las herramientas de la posverdad para que la gente crea que es democrático su proceder. Es algo así como “el mundo al revés” lográndose un escenario de enorme confusión cuya consecuencia inmediata ha sido el deterioro de la convivencia bajo parámetros democráticos.
Pero, ¿cómo ha podido ocurrir todo esto?, pues los sistemas políticos democráticos han “facilitado” estas operaciones de contrainteligencia. En muchos casos han dejado de ser “atractivos” para la gente en tanto y cuanto su capacidad de resolver las necesidades de las poblaciones se ha limitado.
Cuando los gobiernos democráticos se vuelven ineficientes, la opinión pública los condena primeramente como gobiernos y no como sistema político; pero, al pasar el tiempo y varios gobiernos, la gente se desencanta del sistema político directamente.
Eso es lo que ha venido ocurriendo en todo el mundo y con más fuerza en América Latina, según nos lo muestran diversos indicadores de carácter internacional como el V-Dem y Latinobarómetro. Allí se evidencia que, aunque la democracia sigue siendo la referencia más importante para la ciudadanía, los niveles de apoyo a ésta han venido disminuyendo especialmente en la última década.
Obviamente, los autócratas y los aspirantes a serlo, se han venido aprovechando de la situación y, desde adentro, van distorsionando los valores de la pluralidad y van concentrando el poder.
El sociólogo Carlos Matus nos legó muchos análisis sobre la “baja capacidad de gestión de nuestros gobiernos”, una de sus críticas principales al liderazgo político señalaba que no se preparaban previamente para ejercer el gobierno. Decía que muchos nuevos alcaldes, gobernadores y presidentes el primer día de sus gestiones no tenían la más mínima idea de “por donde comenzar a gobernar” y que eso hacía que la improvisación y el desorden reinarán haciendo perder un tiempo valioso a la gestión y a la gente que rápidamente se desencanta de los nuevos gobernantes.
Por las razones anteriormente expuestas, la democracia no ha sido lo más eficiente posible en la resolución de conflictos económicos y sociales, en primera instancia y con el paso de los años comienza a ser menos “atractiva” ante la opinión pública.
Todas estas circunstancias han sido aprovechadas muy utilitariamente por líderes políticos de nuevo cuño que han vuelto a las viejas andanzas de acumular y concentrar más poder para actuar autocráticamente y romper los equilibrios necesarios que garantizan el balance de la democracia.
Por eso vemos cómo cada día la fuerza del autoritarismo gana espacios y fuerza ciudadana usando la polarización para destruir a la democracia desde adentro, promoviendo narrativas que destruyen primeramente al poder legislativo para ir socavando los contrapesos y posicionar el hiperliderazgo.
Si no revertimos esta situación vamos a tener, seguramente por décadas, gobiernos con un claro signo autoritario. Hemos estado retrocediendo peligrosamente porque se ha deteriorado el encanto y la eficiencia de los sistemas políticos democráticos alrededor del mundo, frente a ello, el multilateralismo también ha retrocedido en su eficiencia.
Hoy a la ONU y la OEA les cuesta mucho incidir en las derivas autoritarias. Si esta situación no se revierte en la pugna de las narrativas es muy probable que las cadenas de las fuerzas oscuras del poder nos vuelvan a aprisionar.
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