A principios de este año mi papá perdió parte de su pierna derecha en una operación muy dolorosa que hubo que hacerle por su condición de diabético. Fue dolorosa para él, no solo por el proceso en sí y las complicaciones de su cicatrización que aún no cesan, sino también dolorosa psicológicamente por lo que significa perder una parte del cuerpo y restringir movilidad para pasar a depender de los cuidados de otros.
Doloroso también lo ha sido para toda la familia, que lo quiere y hace propio su sufrimiento, sobre todo para mi mamá y mi hermano, quienes son los que más están batallando con medicinas, enfermería, curas, dieta, inyecciones, transfusiones y un largo etcétera de cargas médicas que parecen no terminar nunca.
Vivo lejos de ellos, pero he ido un par de veces a estar allá desde la intervención quirúrgica, colaborando un poco en todo el trajín que representa tener un adulto mayor con complicaciones de salud en casa. Y con solo unos pocos días de permanencia pude darme cuenta lo que significa de verdad cuidar. Hablo mucho del tema de los cuidados en mis escritos feministas y apoyo expertas que, sobre todo después de la pandemia, están clamando por un sistema que ponga esas labores en el centro de la vida productiva, pero reconozco que nunca fui víctima de ese mecanismo de exclusión que llaman el suelo pegajoso.
No lo viví cuando tuve a mis hijos pequeños, porque tenía el privilegio de trabajar y ganar lo suficiente como para pagarle a dos mujeres para que se encargaran de mantener mi casa y mis hijos. Mientras yo estaba en la calle trabajando, ellas hacían de todo para que mi vida corriera fácil, por lo que me enfrenté más a dinámicas asociadas al «techo de cristal», esas barreras que dificultan el ascenso a la cima y que vivimos la mayoría de las mujeres en niveles gerenciales y directivos.
Es una pelea dura esa, pero ahora constato que no se compara ni de lejos con la impotencia que sufren quienes están atascadas en las tareas de cuidar, sin tiempo para dedicarse a sí mismas o sus carreras, con presiones para generar ingresos, la mayoría solas o con parejas que no se involucran en la crianza, sin muchas esperanzas de salir del atolladero que, por mandato patriarcal, les toca asumir.
Mientras ayudaba a mi mamá y a mi hermano en esas labores de cuidado, pensaba en la realidad de tantas mujeres empleadas en posiciones precarias. Aquellas que teniendo dos o tres hijos pequeños, deben cuidar a sus padres enfermos, lavar, cocinar, planchar, limpiar, ver tareas escolares y coordinar todo eso con un trabajo de 8 a 6, ganando salario mínimo, con dificultades de traslado a sus centros de trabajo, sin guarderías o geriátricos accesibles, luchando para llegar a fin de mes.
Muchas de ellas tienen ganas enormes de estudiar, prepararse, ascender, pero sin tiempo ni energía para dedicarse a hacer networking, ni dinero para recibir mentoría o coaching, o ninguna de esas super herramientas que recomendamos en nuestros seminarios, que a ellas deben sonarle como a fantasías lejanas. Yo por lo menos abandoné hace años el mantra ese de «si tú quieres, puedes» pero tal mensaje se sigue diciendo en no pocas charlas de «empoderamiento» con total falta de empatía y absoluto desconocimiento de estas realidades.
Confieso que la sensación de fatiga, falta de sueño, cansancio generalizado, ansiedad y estrés asociados a estas labores puede llegar a deprimir. Sobre todo, si sabes que una posible salida es ilusión o si todo el entorno te repite que ese es tu papel como mujer, madre, hija, hermana, esposa. Muchas lo viven con resignación y frustración, una pequeña minoría logra despegarse, pero el costo de culpa y vergüenza por ello es enorme y es real.
La salud emocional es la que más sufre en estos procesos, porque aun teniendo ayudas, la carga mental aparejada al peso sobre los hombros, es real. Precisamente, esto fue lo más significativo que encontramos en nuestro reciente estudio Venciendo la inercia del suelo pegajoso realizado entre Visionarias Business y Feminismo Inc (2022). Esto de cuidar es una rueda come mujeres, que obliga a tener que poder con todo sin quejarse, con mínimos recursos y escaso respaldo institucional.
Toda esta realidad se vive sin que la mayoría de las empresas que emplean trabajadoras muestren un mínimo de solidaridad, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a situaciones que entienden como privadas. Las más conscientes, las más modernas, piensan en guarderías o extensiones de permisos de maternidad o paternidad, como respuesta. Pero de allí no se pasa, se sigue viendo a las mujeres «y sus rollos» como un gasto -ojalá evitable- perdiéndose muchos talentos que pudieron haber sido aprovechados.
Obviamente las empresas solas no pueden con un problema tan complejo como este. El Estado debe estar allí para brindar la infraestructura social que precisan las mujeres que tienen familia a la que cuidar, pero también trabajos donde prosperar. Un gobierno responsable debe formular políticas públicas en torno a los cuidados, pensar en mecanismos para retribuir económicamente el trabajo involucrado en ellos y ofrecer incentivos a empresas que lleven adelante iniciativas en materia de conciliación laboral y familiar.
Los hombres deben involucrarse activamente, sentir que esa también es su responsabilidad, romper estereotipos que los alejan de las labores domésticas, compartir el peso para que sea leve para todos y evitar que más mujeres sigan siendo condenadas y excluidas por estar pegadas a la realización de tareas no remuneradas, combinadas con trabajos mal valorados.
Más sensibilidad, más apoyos, más protección para la inmensa mayoría de mujeres trabajadoras de la base de la pirámide, que sufren día a día la dura realidad del suelo pegajoso. Ayudemos cada quien desde donde se pueda, a que venzan esa inercia.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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A principios de este año mi papá perdió parte de su pierna derecha en una operación muy dolorosa que hubo que hacerle por su condición de diabético. Fue dolorosa para él, no solo por el proceso en sí y las complicaciones de su cicatrización que aún no cesan, sino también dolorosa psicológicamente por lo que significa perder una parte del cuerpo y restringir movilidad para pasar a depender de los cuidados de otros.
Doloroso también lo ha sido para toda la familia, que lo quiere y hace propio su sufrimiento, sobre todo para mi mamá y mi hermano, quienes son los que más están batallando con medicinas, enfermería, curas, dieta, inyecciones, transfusiones y un largo etcétera de cargas médicas que parecen no terminar nunca.
Vivo lejos de ellos, pero he ido un par de veces a estar allá desde la intervención quirúrgica, colaborando un poco en todo el trajín que representa tener un adulto mayor con complicaciones de salud en casa. Y con solo unos pocos días de permanencia pude darme cuenta lo que significa de verdad cuidar. Hablo mucho del tema de los cuidados en mis escritos feministas y apoyo expertas que, sobre todo después de la pandemia, están clamando por un sistema que ponga esas labores en el centro de la vida productiva, pero reconozco que nunca fui víctima de ese mecanismo de exclusión que llaman el suelo pegajoso.
No lo viví cuando tuve a mis hijos pequeños, porque tenía el privilegio de trabajar y ganar lo suficiente como para pagarle a dos mujeres para que se encargaran de mantener mi casa y mis hijos. Mientras yo estaba en la calle trabajando, ellas hacían de todo para que mi vida corriera fácil, por lo que me enfrenté más a dinámicas asociadas al «techo de cristal», esas barreras que dificultan el ascenso a la cima y que vivimos la mayoría de las mujeres en niveles gerenciales y directivos.
Es una pelea dura esa, pero ahora constato que no se compara ni de lejos con la impotencia que sufren quienes están atascadas en las tareas de cuidar, sin tiempo para dedicarse a sí mismas o sus carreras, con presiones para generar ingresos, la mayoría solas o con parejas que no se involucran en la crianza, sin muchas esperanzas de salir del atolladero que, por mandato patriarcal, les toca asumir.
Mientras ayudaba a mi mamá y a mi hermano en esas labores de cuidado, pensaba en la realidad de tantas mujeres empleadas en posiciones precarias. Aquellas que teniendo dos o tres hijos pequeños, deben cuidar a sus padres enfermos, lavar, cocinar, planchar, limpiar, ver tareas escolares y coordinar todo eso con un trabajo de 8 a 6, ganando salario mínimo, con dificultades de traslado a sus centros de trabajo, sin guarderías o geriátricos accesibles, luchando para llegar a fin de mes.
Muchas de ellas tienen ganas enormes de estudiar, prepararse, ascender, pero sin tiempo ni energía para dedicarse a hacer networking, ni dinero para recibir mentoría o coaching, o ninguna de esas super herramientas que recomendamos en nuestros seminarios, que a ellas deben sonarle como a fantasías lejanas. Yo por lo menos abandoné hace años el mantra ese de «si tú quieres, puedes» pero tal mensaje se sigue diciendo en no pocas charlas de «empoderamiento» con total falta de empatía y absoluto desconocimiento de estas realidades.
Confieso que la sensación de fatiga, falta de sueño, cansancio generalizado, ansiedad y estrés asociados a estas labores puede llegar a deprimir. Sobre todo, si sabes que una posible salida es ilusión o si todo el entorno te repite que ese es tu papel como mujer, madre, hija, hermana, esposa. Muchas lo viven con resignación y frustración, una pequeña minoría logra despegarse, pero el costo de culpa y vergüenza por ello es enorme y es real.
La salud emocional es la que más sufre en estos procesos, porque aun teniendo ayudas, la carga mental aparejada al peso sobre los hombros, es real. Precisamente, esto fue lo más significativo que encontramos en nuestro reciente estudio Venciendo la inercia del suelo pegajoso realizado entre Visionarias Business y Feminismo Inc (2022). Esto de cuidar es una rueda come mujeres, que obliga a tener que poder con todo sin quejarse, con mínimos recursos y escaso respaldo institucional.
Toda esta realidad se vive sin que la mayoría de las empresas que emplean trabajadoras muestren un mínimo de solidaridad, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a situaciones que entienden como privadas. Las más conscientes, las más modernas, piensan en guarderías o extensiones de permisos de maternidad o paternidad, como respuesta. Pero de allí no se pasa, se sigue viendo a las mujeres «y sus rollos» como un gasto -ojalá evitable- perdiéndose muchos talentos que pudieron haber sido aprovechados.
Obviamente las empresas solas no pueden con un problema tan complejo como este. El Estado debe estar allí para brindar la infraestructura social que precisan las mujeres que tienen familia a la que cuidar, pero también trabajos donde prosperar. Un gobierno responsable debe formular políticas públicas en torno a los cuidados, pensar en mecanismos para retribuir económicamente el trabajo involucrado en ellos y ofrecer incentivos a empresas que lleven adelante iniciativas en materia de conciliación laboral y familiar.
Los hombres deben involucrarse activamente, sentir que esa también es su responsabilidad, romper estereotipos que los alejan de las labores domésticas, compartir el peso para que sea leve para todos y evitar que más mujeres sigan siendo condenadas y excluidas por estar pegadas a la realización de tareas no remuneradas, combinadas con trabajos mal valorados.
Más sensibilidad, más apoyos, más protección para la inmensa mayoría de mujeres trabajadoras de la base de la pirámide, que sufren día a día la dura realidad del suelo pegajoso. Ayudemos cada quien desde donde se pueda, a que venzan esa inercia.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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