El fin de semana pasado, tuvimos la oportunidad de ver una puesta en escena en el teatro de la Torre BOD. La Monstrua, una magistral obra del recientemente fallecido autor uruguayo, Ariel Mastandrea, fue representada por la entrañable primera actriz, Gledys Ibarra, acompañada de un grupo muy joven de directores, productores, escenógrafos y vestuaristas venezolanos. El talentoso equipo nos deleitó con un espectáculo de clase mundial, que nada tiene que envidiar a las puestas en escena de la misma obra en las principales ciudades del mundo.
Después de la montaña rusa emocional en la que nos sumerge La Monstrua, entre otras reflexiones, me pregunté por qué la misma excelencia que vimos en la obra teatral no puede ser impresa al manejo de la economía nacional, no sólo por el gobierno, sino también por el sector privado, así como por Usted y por mí, que somos ciudadanos de a pie.
Pretender que existe una fórmula única para la recuperación económica de Venezuela es entrar en los predios de la ingenuidad sino de la omnipotencia. Las decisiones económicas de nuestro país -así como los de otros países latinoamericanos-, desde el siglo XIX, han sido marcadas por el devenir político y social del momento. Poco ha primado una visión de construcción a largo plazo, y políticas subsecuentes, sujetas a una estrategia a futuro, que aseguren crecimiento, continuidad, control de gestión y riqueza multidimensional.
Hemos pasado de una economía de subsistencia a una modesta recuperación durante los últimos 2 años. De un PIB de 360 mil millones en 2014, para alcanzar una cifra cercana a los 60 mil millones de dólares a finales de 2022.
Producto del mal manejo administrativo por parte del gobierno y una falta de escrúpulos sin precedentes por buena parte del empresariado tradicional y emergente, se pulverizaron más de mil millardos de dólares producto de una década de flamante bonanza petrolera. A lo anterior, se sumaron las salvajes sanciones financieras y comerciales desde el 2017, que terminaron de ahogar las pocas posibilidades de recuperación que tenía el país. Fuga de capitales, falta de inversión y pobre visión de futuro, fueron los ingredientes perfectos para sumirnos en la aterrorizante hiperinflación que como un tsunami arrasó con la actividad económica nacional y hundió en la pobreza a la mayoría de la venezolanidad.
Me pregunto si hemos aprendido algo de las penosas circunstancias económicas que vivimos y me respondo a mí mismo: ¡no sé!
Desde el siglo XIX hemos manejado al país con un criterio económico de explotación y puertos, y una visión cortoplacista, que atenta contra cualquier posibilidad de construcción de un crecimiento y desarrollo sostenido. Los gobiernos invierten en sus proyectos políticos y los empresarios en la generación de patrimonio. Poco hemos invertido en el desarrollo de Venezuela como una fuente futura, permanente de riquezas y bienestar social.
Ante todo, somos un país petrolero, energético y no lo podemos negar. Dios, nos regaló las reservas petroleras más grandes de planeta: 300 mil millones de barriles reposan en nuestro subsuelo. Asimismo, tenemos las octavas reservas mundiales de gas, cuantificadas en 5.700 millones de metros cúbicos.
Tenemos por delante poco más de 2 décadas, antes de que la propuesta de Naciones Unidas «cero carbono» para el 2050 se convierta en una política mundial que desincentiven el uso de combustibles fósiles. Dos décadas para reactivar nuestra industria petrolera y reposicionarnos como uno de los primeros productores y exportadores de petrolero y sus derivados del planeta, como en algún momento lo fuimos.
Hemos sido, somos y seremos un país petrolero y eso no se puede despreciar. Inversión con un pensado plan de desarrollo de la industria de hidrocarburos debe ser uno de los objetivos de todos los venezolanos en el corto y mediano plazo.
Del mismo modo, debe establecerse una estrategia para la sustitución de energías fósiles por energías renovables, lo que requiere no sólo una vocación de muy largo plazo, sino una capacidad de innovación y comprensión de Venezuela como un país generador de energía, no sólo de petróleo.
Las inmensas reservas de gas natural, en conjunto con nuestra enorme riqueza hidrográfica, sumado a la capacidad instalada para la generación y distribución de 31.000 megavatios diarios de electricidad -el doble de la capacidad de Colombia o Perú- pueden conducirnos a ser unos de los países con mayor potencial de producción y exportación eléctrica de la región. Esto, sin contar el potencial solar, eólico y mineral del país para producir energía. Claro, nuevamente, para lograr tal cometido requerimos importante inversión, sumado a una planificación y capacidad de ejecución de largo aliento, que requiere un cambio de mentalidad de todos nosotros y, sobre todo, convencernos de que hay una Venezuela posible.
Lo planteado, que parece una fantasía, lo encontramos como un hecho histórico en Noruega, una economía esencialmente energética, que, con tan solo 5,5 millones de habitantes, cuenta con un PIB per cápita y reservas internacionales más grandes del mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial, Noruega -un país con condiciones climáticas adversas y un mercado interno mínimo con sucesivos regímenes políticos social demócratas- se hizo de un plan de desarrollo en base a sus recursos naturales energéticos que se ha cumplido a pies juntillas, lo que determina que hoy exponga uno de los niveles de vida más altos del planeta.
Si los venezolanos somos capaces de hacer magia, como lo observado en la obra teatral de mi querida Gledys Ibarra, ¿qué nos impide hacer lo que hizo Noruega?
En las próximas entregas seguiremos hablando del sueño de una Venezuela grande.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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El fin de semana pasado, tuvimos la oportunidad de ver una puesta en escena en el teatro de la Torre BOD. La Monstrua, una magistral obra del recientemente fallecido autor uruguayo, Ariel Mastandrea, fue representada por la entrañable primera actriz, Gledys Ibarra, acompañada de un grupo muy joven de directores, productores, escenógrafos y vestuaristas venezolanos. El talentoso equipo nos deleitó con un espectáculo de clase mundial, que nada tiene que envidiar a las puestas en escena de la misma obra en las principales ciudades del mundo.
Después de la montaña rusa emocional en la que nos sumerge La Monstrua, entre otras reflexiones, me pregunté por qué la misma excelencia que vimos en la obra teatral no puede ser impresa al manejo de la economía nacional, no sólo por el gobierno, sino también por el sector privado, así como por Usted y por mí, que somos ciudadanos de a pie.
Pretender que existe una fórmula única para la recuperación económica de Venezuela es entrar en los predios de la ingenuidad sino de la omnipotencia. Las decisiones económicas de nuestro país -así como los de otros países latinoamericanos-, desde el siglo XIX, han sido marcadas por el devenir político y social del momento. Poco ha primado una visión de construcción a largo plazo, y políticas subsecuentes, sujetas a una estrategia a futuro, que aseguren crecimiento, continuidad, control de gestión y riqueza multidimensional.
Hemos pasado de una economía de subsistencia a una modesta recuperación durante los últimos 2 años. De un PIB de 360 mil millones en 2014, para alcanzar una cifra cercana a los 60 mil millones de dólares a finales de 2022.
Producto del mal manejo administrativo por parte del gobierno y una falta de escrúpulos sin precedentes por buena parte del empresariado tradicional y emergente, se pulverizaron más de mil millardos de dólares producto de una década de flamante bonanza petrolera. A lo anterior, se sumaron las salvajes sanciones financieras y comerciales desde el 2017, que terminaron de ahogar las pocas posibilidades de recuperación que tenía el país. Fuga de capitales, falta de inversión y pobre visión de futuro, fueron los ingredientes perfectos para sumirnos en la aterrorizante hiperinflación que como un tsunami arrasó con la actividad económica nacional y hundió en la pobreza a la mayoría de la venezolanidad.
Me pregunto si hemos aprendido algo de las penosas circunstancias económicas que vivimos y me respondo a mí mismo: ¡no sé!
Desde el siglo XIX hemos manejado al país con un criterio económico de explotación y puertos, y una visión cortoplacista, que atenta contra cualquier posibilidad de construcción de un crecimiento y desarrollo sostenido. Los gobiernos invierten en sus proyectos políticos y los empresarios en la generación de patrimonio. Poco hemos invertido en el desarrollo de Venezuela como una fuente futura, permanente de riquezas y bienestar social.
Ante todo, somos un país petrolero, energético y no lo podemos negar. Dios, nos regaló las reservas petroleras más grandes de planeta: 300 mil millones de barriles reposan en nuestro subsuelo. Asimismo, tenemos las octavas reservas mundiales de gas, cuantificadas en 5.700 millones de metros cúbicos.
Tenemos por delante poco más de 2 décadas, antes de que la propuesta de Naciones Unidas «cero carbono» para el 2050 se convierta en una política mundial que desincentiven el uso de combustibles fósiles. Dos décadas para reactivar nuestra industria petrolera y reposicionarnos como uno de los primeros productores y exportadores de petrolero y sus derivados del planeta, como en algún momento lo fuimos.
Hemos sido, somos y seremos un país petrolero y eso no se puede despreciar. Inversión con un pensado plan de desarrollo de la industria de hidrocarburos debe ser uno de los objetivos de todos los venezolanos en el corto y mediano plazo.
Del mismo modo, debe establecerse una estrategia para la sustitución de energías fósiles por energías renovables, lo que requiere no sólo una vocación de muy largo plazo, sino una capacidad de innovación y comprensión de Venezuela como un país generador de energía, no sólo de petróleo.
Las inmensas reservas de gas natural, en conjunto con nuestra enorme riqueza hidrográfica, sumado a la capacidad instalada para la generación y distribución de 31.000 megavatios diarios de electricidad -el doble de la capacidad de Colombia o Perú- pueden conducirnos a ser unos de los países con mayor potencial de producción y exportación eléctrica de la región. Esto, sin contar el potencial solar, eólico y mineral del país para producir energía. Claro, nuevamente, para lograr tal cometido requerimos importante inversión, sumado a una planificación y capacidad de ejecución de largo aliento, que requiere un cambio de mentalidad de todos nosotros y, sobre todo, convencernos de que hay una Venezuela posible.
Lo planteado, que parece una fantasía, lo encontramos como un hecho histórico en Noruega, una economía esencialmente energética, que, con tan solo 5,5 millones de habitantes, cuenta con un PIB per cápita y reservas internacionales más grandes del mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial, Noruega -un país con condiciones climáticas adversas y un mercado interno mínimo con sucesivos regímenes políticos social demócratas- se hizo de un plan de desarrollo en base a sus recursos naturales energéticos que se ha cumplido a pies juntillas, lo que determina que hoy exponga uno de los niveles de vida más altos del planeta.
Si los venezolanos somos capaces de hacer magia, como lo observado en la obra teatral de mi querida Gledys Ibarra, ¿qué nos impide hacer lo que hizo Noruega?
En las próximas entregas seguiremos hablando del sueño de una Venezuela grande.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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