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De la jungla al sueño americano

VENEZUELA MIGRANTE · 29 OCTUBRE, 2022 17:30

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Marcos Mancero


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Una familia venezolana que avanza a la selva del Darién desde Ecuador cuenta día a día su progreso a través de mensajería. Mientras otros compatriotas que ya superaron ese trayecto y llegaron a Estados Unidos reconstruyen su experiencia y hablan de su presente migratorio

“Ya nosotros estamos en Colombia gracias a Dios. Los niños contentos y nosotros cansados, pero estamos haciendo esto por su bien”.

Recibo este mensaje de voz en mi teléfono celular.

Lo envió Emily, una mujer del estado de Yaracuy, Venezuela, quien decidió salir de Ecuador junto con su esposo, José, una hija de 2 años de edad y un hijo de 4 años para cruzar la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo.

Antes de que se marcharan los conocí en persona y conversamos en el centro de acogida San Martín de Porres, promovido por la Iglesia Católica, y en la plaza mayor de Puyo, ciudad amazónica que es la capital de la mayor provincia ecuatoriana. Habían llegado al albergue y una voluntaria de la institución me había avisado de los planes de la familia. No era la primera vez de ellos en el albergue, pero esta vez estaban decididos a que fuera la última.

Sabían que tres años antes crucé la selva y les hablé con honestidad de lo que viví, de las amenazas de muerte que recibí, de los cadáveres y personas abandonadas que observé y de los abusos sexuales de los que supe, aunque estaba claro de que no los iba a persuadir de desistir.

“La decisión está tomada”, me dijo ella mientras sus hijos correteaban en la plaza desde la que se ve la catedral de Puyo. Su esposo me habló de las penurias económicas y la discriminación que habían sufrido, que tenían días sin comer y que no habían podido estabilizarse en Ecuador luego de cuatro años. También me refirió las historias de otros familiares y amigos que pasaron la selva y llegaron a Estados Unidos, como ellos ahora aspiraban a hacer.

 Acordé con la pareja que los iba a seguir a distancia, que me dejaran saber de sus avances en la ruta, que no dejaran de informarme sobre sus pasos. Así le he pedido a otras personas de Venezuela que salieron del Ecuador para cruzar la selva. Me han contado sobre su tránsito, sobre las secuelas que dejó y sobre el curso de sus respectivos proyectos migratorios.

En las notas de voz que he recibido hay historias de buenos y malos momentos y mientras los escucho no dejo de pensar en las tragedias asociadas a las políticas migratorias que procuran levantar muros invisibles para detener oleadas de personas que buscan mejor futuro y en cómo se ha procurado proyectar cada vez más al sur las fronteras estadounidenses.

Nada parece impedir, sin embargo, que al final del año más de 200.000 personas, la mayoría de Venezuela, hayan cruzado el Darién, según datos de la Organización Internacional de Migraciones (OIM).

Lea más en: Te cuento mi historia, por si quieres cruzar el Darién

Mensajes telefónicos

“Vamos a permanecer en contacto”, prometieron luego de la conversación de dos horas que tuvimos el 27 de septiembre en Puyo. Nos despedimos con un abrazo y me dejaron lleno de dudas sobre si podrían superar la selva y llegar a buen destino.

El primer mensaje que recibí de ellos fue el citado al comienzo de este texto. Lo enviaron desde la cálida y húmeda población de la Hormiga asentada en el Putumayo colombiano, cerca de la frontera con Ecuador, la mañana del 5 de octubre.

No dejó de sorprenderme que cumplieran su promesa de estar comunicados: “Las pocas cosas que teníamos ya las venimos dejando en el camino porque sabemos que en la selva no las vamos a necesitar” dijo Emily antes de despedirse rápidamente para abordar su bus.

José y Emily cruzan la frontera. Foto compartida desde Whatsapp para la publicación

Seis días más tarde, el martes 11 de octubre, Emily me habló desde La Dorada, en el departamento de Caldas. “Estamos haciendo un poco de comercio para juntar para los pasajes. Esperamos conseguir el dinero porque a las tres de la tarde sale un bus hasta Medellín y el muchacho del transporte nos va a colaborar cobrando la mitad del pasaje. Vamos sin nada, no hemos comido ni nada solo por avanzar”.

Más tarde el mismo día otro mensaje me alertó: “Estamos muy contentos ya en Medellín y esperamos así mismo ofrecer cualquier pequeña cosita para conseguir pronto el dinero para los pasajes a Necoclí…Mañana sale un grupo de acá y nos vamos a ir en nombre de Dios”. Necoclí es una de las localidades colombianas desde donde parten lanchas que llevan a los migrantes y refugiados a las puertas de la selva.

El calendario marca 12 de octubre y mientras ellos están en la carretera viajando ignoran el revuelo que causó la noticia de que el gobierno de Estados Unidos no permitirá más el ingreso de venezolanos sin documentos a través de México. Con la medida buscan precisamente frenar la migración que venía volcándose desde la selva del Darién: solo en septiembre de 2022 habían llegado alrededor de 33 mil personas de Venezuela y en el año se había presentado un incremento de 300 por ciento con respecto al flujo de migrantes de ese país que se registró en 2021.

Me apresuré a dejarles un mensaje de texto: “¡Estimados amigos! Este día tenemos noticias de que el gobierno de EEUU no está permitiendo el ingreso a los hermanos venezolanos, por favor pregunten bien lo que está sucediendo, ¡no se arriesguen!”.

La medida se comenzó a aplicar inmediatamente con la expulsión de venezolanos a México. El presidente estadounidense Joe Biden ofreció abolir el controversial Título 42 que sustentó la política migratoria de su predecesor Donald Trump, pero hizo todo lo contrario y en este caso recurrió a esa fórmula que invoca el peligro de la pandemia del COVID-19 para cerrar el paso a los llamados buscadores de asilo.

No obtuve respuesta al mensaje que les había dejado. Pensé que tal vez consciente o inconscientemente ignoraron mi advertencia o yo no pude persuadirlos para regresar, detenerse o pensarlo mejor. Un mensaje de texto de la mañana del 14 de octubre me puso al día: “Llegamos a Necoclí gracias a Dios. Desde anoche dormimos en la playa. La lluvia  inundó la carpa y tuvimos que poner a los niños sobre nosotros para que permanezcan secos”.

Necoclí en el Golfo de Urabá. Foto enviada por José

Antes de que abordaran alguna embarcación mantuvimos una comunicación más. “Con el favor de Dios sacamos para el pasaje y las lanchas están saliendo, hay demasiada gente aquí, los niños tuvieron que pagar completo, pero ya que estamos acá tenemos que seguir, no nos podemos devolver”.

Nos despedimos con el compromiso de mantener el contacto. Calculé que pasarían entre siete y doce días antes de saber de ellos. Junté mis manos y miré al cielo para suplicar por su seguridad. Viví los días con angustia. El 22 de octubre, dentro de los plazos que imaginaba, recibí un mensaje, esta vez de José: “Estamos en Panamá gracias a Dios, ese Darién es una locura, eso es muchos muertos, muchos heridos, ese río casi me lleva con la bebé, tuve que soltar el bolso, estoy sin camisa, con los zapatos rotos, los pies desbaratados y perdí todas las uñas de un pie”.

Los que llegaron

Mientras asimilo bien la noticia de que Emily y José llegaron a salvo a Panamá, recordé a Ronny que está en Queens, a Dennison que se encuentra en Texas, a Deivis que llegó a Brooklyn y cuya esposa ecuatoriana que está detenida desde el 21 de junio pasado. Son tres venezolanos de Yaritagua, también de Yaracuy.  No los conocí en persona, pero a través de mensajes de texto y audio que me ha compartido, han reconstruido su peregrinar.

Desde el fondo Ronny, Dennison y Deivis. Fotografía compartida por WhatsApp para la publicación

Hicieron el paso por el Darién, cruzaron Centroamérica donde sufrieron robos y extorsiones, llegaron a México, viajaron en el tren que se conoce como “La Bestia” y tuvieron un cruce dramático y apresurado por el río Bravo mientras eran perseguidos por la policía mexicana.

Deivis junto con su esposa y Dennison salieron de Ecuador y se reunieron en Medellín con Ronny que había abandonado Perú, pero venía de Venezuela a donde había ido a visitar a sus hijos. Los tres son primos y decidieron abandonar estos países por razones semejantes a las de Emily y José: agotamiento por la precariedad económica y la xenofobia, entre otras.

La terminal norte de Medellín la encontraron abarrotada de gente.  Muchos eran migrantes y se disputaban los boletos para llegar hasta Necoclí en el golfo de Urabá. Al llegar a esa localidad encontraron un nuevo enjambre.

“Apenas bajamos del bus hay cientos de personas que nos abordan y nos ofrecen llevarnos seguros hasta Panamá”, contó Deivis. Como muchos migrantes recién llegados durmieron en la playa hasta el día siguiente para continuar en lancha hasta Capurganá.

“No terminamos de desembarcar de la lancha cuando nos montaron en una moto taxi. Nos llevaron a una casa a encerrar hasta que podamos pagar el ingreso a la selva. Como no teníamos dinero tuvimos que dejar los teléfonos y cosas de valor para poder avanzar”, dijo.

Ya habiéndose internado en la selva fueron abandonados y atracados: “El guía nos abandonó y nos perdimos. Tuvimos que seguir por instinto. Después de las banderas salieron tres delincuentes y nos dejaron sin comida y otras cosas de valor… Luego esa misma noche en una fuerte lluvia el río creció sorpresivamente y tuvimos que alzar las carpas y subir hasta la montaña, perdimos ropa y pertenencias, pero no pasó mayor cosa”, siguió su relato sobre la selva.

Ronny sobre el mismo trayecto recordó lo siguiente: “Pasamos sin comer cuatro de siete días. Pude ayudar a una mujer cargando a uno de sus hijos de tres años. Lo llevé por tres días en el lomo, hasta el día que nos robaron la comida y las pertenencias. Ahí no supe más de ella ni del niño porque se dispersó el grupo. Comíamos papelón (panela) con agua del río que era lo único que nos dejaron”.

Deivis y Dennison en su paso por la selva del Darién, Fotografía compartida por WhatsApp para la publicación

“El sexto día fue desesperante. Nos volvimos a perder, caminábamos en círculo y salíamos al mismo lugar. Juntos nos sentamos a pedirle a Dios, y como es grande y poderoso, nos puso el camino ahí cerquita de nuevo otra vez”, agregó Deivis.

Después de Darién recuerdan a Costa Rica como el único país donde los trataron bien. “En Honduras los policías nos extorsionaban amenazándonos con regresarnos. Tuvimos que hacer el recorrido por montañas para evitar la policía”.  En Guatemala también los transportistas les habían robado los pasajes y fueron detenidos durante siete días: “Enseguida fuimos a ciudad de México. Ahí trabajamos un rato para poder dirigirnos a Monterrey y tomar el tren denominado La Bestia, pero nos equivocamos y en lugar de ir a Piedra Negra el tren se dirigía a Saltillo. Tuvimos que brincar, ahí la esposa de Deivis en la caída se lesionó la clavícula y se rompió la nariz”, contó Dennison.

“Una vez en Piedra Negra tuvimos que lanzarnos al famoso río Bravo y lo cruzamos desesperadamente ya que nos pisaba los talones la policía mexicana” contó Dennison. Una vez alcanzada la otra orilla y fuera de peligro, los agentes estadounidenses les dieron la bienvenida y los trasladaron hacia la “hielera”, instalación para detenciones de corto plazo donde las personas no deberían estar más allá de 72 horas, pero donde hay detenidos que pasan semanas o incluso meses a temperaturas extremadamente frías, de acuerdo con organizaciones de derechos humanos.

Después del papeleo los tres hombres, que permanecieron siete días en la hielera, fueron embarcados a Washington. De ahí cada uno tomó un rumbo diferente.

“Desde Brooklyn agradecido con el gobierno americano porque desde que ingresé al país, me dieron charlas, nos alimentaron, nos llevaron a buenos refugios, gracias al Señor que nos dio vida y salud para pasar esos nueve países, pero bueno ya estamos aquí”, dijo Deivis desde un refugio.

Desde Texas Dennison compartió una reflexión: “Gracias a Dios estoy trabajando, la gente es muy respetuosa y muy amable”. Ronny se expresó en la misma línea: “Me mantengo trabajando en la construcción que es mi fuente de trabajo, ahí encontré personas buenas y agradables de diferentes nacionalidades, los americanos a pesar del idioma son comprensivos para que nosotros podamos salir adelante y triunfar. Esos son justamente nuestros objetivos”.

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Su entusiasmo es compartido por otros que hicieron la misma ruta antes que ellos, pero que pagaron un alto precio. Jainis es una mujer venezolana que conocí en 2019 en el puesto migratorio de Peñita, uno de los que está próximos al Darién.

Casi coincidimos en la selva: ella había llegado dos días antes que yo al puesto. Ahí supe de historias de muchas mujeres migrantes agredidas en la selva. Sin perder tiempo ella avanzó hacia el norte. Cruzó el Río Bravo y se entregó a migración. No la había visto en tres años, pero la contacté por Facebook y me respondió. Me habló de cómo siguieron sus días.  Por suerte, dice, no la llevaron a la hielera.

“El gobierno me ha tratado bien aquí, estoy en Kentucky. Tengo mi auto, en mi trabajo me tratan bien, estoy en una casa donde no pago renta, pero no sé si seré capaz de olvidar todas las dificultades que pasé por el camino”.

Cuando le pregunté sobre el paso por el Darién ella hizo una pausa, tomó aire, respiró profundamente y me dijo que prefiere no hablar de lo que le sucedió ahí en esa selva.

“Lo que más quiero ahora y, en eso estoy muy enfocada, es en traer a mi hija que dejé de 4 años en Venezuela y en ayudar a mi madre”. Concluye que la paz que ha encontrado no se compara con nada y es lo más valioso que tiene en estos momentos, más allá de las cicatrices que silencia.

Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.»

Si quieres saber más sobre este tema, lee también:

VENEZUELA MIGRANTE · 29 OCTUBRE, 2022

De la jungla al sueño americano

Texto por Marcos Mancero

Una familia venezolana que avanza a la selva del Darién desde Ecuador cuenta día a día su progreso a través de mensajería. Mientras otros compatriotas que ya superaron ese trayecto y llegaron a Estados Unidos reconstruyen su experiencia y hablan de su presente migratorio

“Ya nosotros estamos en Colombia gracias a Dios. Los niños contentos y nosotros cansados, pero estamos haciendo esto por su bien”.

Recibo este mensaje de voz en mi teléfono celular.

Lo envió Emily, una mujer del estado de Yaracuy, Venezuela, quien decidió salir de Ecuador junto con su esposo, José, una hija de 2 años de edad y un hijo de 4 años para cruzar la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo.

Antes de que se marcharan los conocí en persona y conversamos en el centro de acogida San Martín de Porres, promovido por la Iglesia Católica, y en la plaza mayor de Puyo, ciudad amazónica que es la capital de la mayor provincia ecuatoriana. Habían llegado al albergue y una voluntaria de la institución me había avisado de los planes de la familia. No era la primera vez de ellos en el albergue, pero esta vez estaban decididos a que fuera la última.

Sabían que tres años antes crucé la selva y les hablé con honestidad de lo que viví, de las amenazas de muerte que recibí, de los cadáveres y personas abandonadas que observé y de los abusos sexuales de los que supe, aunque estaba claro de que no los iba a persuadir de desistir.

“La decisión está tomada”, me dijo ella mientras sus hijos correteaban en la plaza desde la que se ve la catedral de Puyo. Su esposo me habló de las penurias económicas y la discriminación que habían sufrido, que tenían días sin comer y que no habían podido estabilizarse en Ecuador luego de cuatro años. También me refirió las historias de otros familiares y amigos que pasaron la selva y llegaron a Estados Unidos, como ellos ahora aspiraban a hacer.

 Acordé con la pareja que los iba a seguir a distancia, que me dejaran saber de sus avances en la ruta, que no dejaran de informarme sobre sus pasos. Así le he pedido a otras personas de Venezuela que salieron del Ecuador para cruzar la selva. Me han contado sobre su tránsito, sobre las secuelas que dejó y sobre el curso de sus respectivos proyectos migratorios.

En las notas de voz que he recibido hay historias de buenos y malos momentos y mientras los escucho no dejo de pensar en las tragedias asociadas a las políticas migratorias que procuran levantar muros invisibles para detener oleadas de personas que buscan mejor futuro y en cómo se ha procurado proyectar cada vez más al sur las fronteras estadounidenses.

Nada parece impedir, sin embargo, que al final del año más de 200.000 personas, la mayoría de Venezuela, hayan cruzado el Darién, según datos de la Organización Internacional de Migraciones (OIM).

Lea más en: Te cuento mi historia, por si quieres cruzar el Darién

Mensajes telefónicos

“Vamos a permanecer en contacto”, prometieron luego de la conversación de dos horas que tuvimos el 27 de septiembre en Puyo. Nos despedimos con un abrazo y me dejaron lleno de dudas sobre si podrían superar la selva y llegar a buen destino.

El primer mensaje que recibí de ellos fue el citado al comienzo de este texto. Lo enviaron desde la cálida y húmeda población de la Hormiga asentada en el Putumayo colombiano, cerca de la frontera con Ecuador, la mañana del 5 de octubre.

No dejó de sorprenderme que cumplieran su promesa de estar comunicados: “Las pocas cosas que teníamos ya las venimos dejando en el camino porque sabemos que en la selva no las vamos a necesitar” dijo Emily antes de despedirse rápidamente para abordar su bus.

José y Emily cruzan la frontera. Foto compartida desde Whatsapp para la publicación

Seis días más tarde, el martes 11 de octubre, Emily me habló desde La Dorada, en el departamento de Caldas. “Estamos haciendo un poco de comercio para juntar para los pasajes. Esperamos conseguir el dinero porque a las tres de la tarde sale un bus hasta Medellín y el muchacho del transporte nos va a colaborar cobrando la mitad del pasaje. Vamos sin nada, no hemos comido ni nada solo por avanzar”.

Más tarde el mismo día otro mensaje me alertó: “Estamos muy contentos ya en Medellín y esperamos así mismo ofrecer cualquier pequeña cosita para conseguir pronto el dinero para los pasajes a Necoclí…Mañana sale un grupo de acá y nos vamos a ir en nombre de Dios”. Necoclí es una de las localidades colombianas desde donde parten lanchas que llevan a los migrantes y refugiados a las puertas de la selva.

El calendario marca 12 de octubre y mientras ellos están en la carretera viajando ignoran el revuelo que causó la noticia de que el gobierno de Estados Unidos no permitirá más el ingreso de venezolanos sin documentos a través de México. Con la medida buscan precisamente frenar la migración que venía volcándose desde la selva del Darién: solo en septiembre de 2022 habían llegado alrededor de 33 mil personas de Venezuela y en el año se había presentado un incremento de 300 por ciento con respecto al flujo de migrantes de ese país que se registró en 2021.

Me apresuré a dejarles un mensaje de texto: “¡Estimados amigos! Este día tenemos noticias de que el gobierno de EEUU no está permitiendo el ingreso a los hermanos venezolanos, por favor pregunten bien lo que está sucediendo, ¡no se arriesguen!”.

La medida se comenzó a aplicar inmediatamente con la expulsión de venezolanos a México. El presidente estadounidense Joe Biden ofreció abolir el controversial Título 42 que sustentó la política migratoria de su predecesor Donald Trump, pero hizo todo lo contrario y en este caso recurrió a esa fórmula que invoca el peligro de la pandemia del COVID-19 para cerrar el paso a los llamados buscadores de asilo.

No obtuve respuesta al mensaje que les había dejado. Pensé que tal vez consciente o inconscientemente ignoraron mi advertencia o yo no pude persuadirlos para regresar, detenerse o pensarlo mejor. Un mensaje de texto de la mañana del 14 de octubre me puso al día: “Llegamos a Necoclí gracias a Dios. Desde anoche dormimos en la playa. La lluvia  inundó la carpa y tuvimos que poner a los niños sobre nosotros para que permanezcan secos”.

Necoclí en el Golfo de Urabá. Foto enviada por José

Antes de que abordaran alguna embarcación mantuvimos una comunicación más. “Con el favor de Dios sacamos para el pasaje y las lanchas están saliendo, hay demasiada gente aquí, los niños tuvieron que pagar completo, pero ya que estamos acá tenemos que seguir, no nos podemos devolver”.

Nos despedimos con el compromiso de mantener el contacto. Calculé que pasarían entre siete y doce días antes de saber de ellos. Junté mis manos y miré al cielo para suplicar por su seguridad. Viví los días con angustia. El 22 de octubre, dentro de los plazos que imaginaba, recibí un mensaje, esta vez de José: “Estamos en Panamá gracias a Dios, ese Darién es una locura, eso es muchos muertos, muchos heridos, ese río casi me lleva con la bebé, tuve que soltar el bolso, estoy sin camisa, con los zapatos rotos, los pies desbaratados y perdí todas las uñas de un pie”.

Los que llegaron

Mientras asimilo bien la noticia de que Emily y José llegaron a salvo a Panamá, recordé a Ronny que está en Queens, a Dennison que se encuentra en Texas, a Deivis que llegó a Brooklyn y cuya esposa ecuatoriana que está detenida desde el 21 de junio pasado. Son tres venezolanos de Yaritagua, también de Yaracuy.  No los conocí en persona, pero a través de mensajes de texto y audio que me ha compartido, han reconstruido su peregrinar.

Desde el fondo Ronny, Dennison y Deivis. Fotografía compartida por WhatsApp para la publicación

Hicieron el paso por el Darién, cruzaron Centroamérica donde sufrieron robos y extorsiones, llegaron a México, viajaron en el tren que se conoce como “La Bestia” y tuvieron un cruce dramático y apresurado por el río Bravo mientras eran perseguidos por la policía mexicana.

Deivis junto con su esposa y Dennison salieron de Ecuador y se reunieron en Medellín con Ronny que había abandonado Perú, pero venía de Venezuela a donde había ido a visitar a sus hijos. Los tres son primos y decidieron abandonar estos países por razones semejantes a las de Emily y José: agotamiento por la precariedad económica y la xenofobia, entre otras.

La terminal norte de Medellín la encontraron abarrotada de gente.  Muchos eran migrantes y se disputaban los boletos para llegar hasta Necoclí en el golfo de Urabá. Al llegar a esa localidad encontraron un nuevo enjambre.

“Apenas bajamos del bus hay cientos de personas que nos abordan y nos ofrecen llevarnos seguros hasta Panamá”, contó Deivis. Como muchos migrantes recién llegados durmieron en la playa hasta el día siguiente para continuar en lancha hasta Capurganá.

“No terminamos de desembarcar de la lancha cuando nos montaron en una moto taxi. Nos llevaron a una casa a encerrar hasta que podamos pagar el ingreso a la selva. Como no teníamos dinero tuvimos que dejar los teléfonos y cosas de valor para poder avanzar”, dijo.

Ya habiéndose internado en la selva fueron abandonados y atracados: “El guía nos abandonó y nos perdimos. Tuvimos que seguir por instinto. Después de las banderas salieron tres delincuentes y nos dejaron sin comida y otras cosas de valor… Luego esa misma noche en una fuerte lluvia el río creció sorpresivamente y tuvimos que alzar las carpas y subir hasta la montaña, perdimos ropa y pertenencias, pero no pasó mayor cosa”, siguió su relato sobre la selva.

Ronny sobre el mismo trayecto recordó lo siguiente: “Pasamos sin comer cuatro de siete días. Pude ayudar a una mujer cargando a uno de sus hijos de tres años. Lo llevé por tres días en el lomo, hasta el día que nos robaron la comida y las pertenencias. Ahí no supe más de ella ni del niño porque se dispersó el grupo. Comíamos papelón (panela) con agua del río que era lo único que nos dejaron”.

Deivis y Dennison en su paso por la selva del Darién, Fotografía compartida por WhatsApp para la publicación

“El sexto día fue desesperante. Nos volvimos a perder, caminábamos en círculo y salíamos al mismo lugar. Juntos nos sentamos a pedirle a Dios, y como es grande y poderoso, nos puso el camino ahí cerquita de nuevo otra vez”, agregó Deivis.

Después de Darién recuerdan a Costa Rica como el único país donde los trataron bien. “En Honduras los policías nos extorsionaban amenazándonos con regresarnos. Tuvimos que hacer el recorrido por montañas para evitar la policía”.  En Guatemala también los transportistas les habían robado los pasajes y fueron detenidos durante siete días: “Enseguida fuimos a ciudad de México. Ahí trabajamos un rato para poder dirigirnos a Monterrey y tomar el tren denominado La Bestia, pero nos equivocamos y en lugar de ir a Piedra Negra el tren se dirigía a Saltillo. Tuvimos que brincar, ahí la esposa de Deivis en la caída se lesionó la clavícula y se rompió la nariz”, contó Dennison.

“Una vez en Piedra Negra tuvimos que lanzarnos al famoso río Bravo y lo cruzamos desesperadamente ya que nos pisaba los talones la policía mexicana” contó Dennison. Una vez alcanzada la otra orilla y fuera de peligro, los agentes estadounidenses les dieron la bienvenida y los trasladaron hacia la “hielera”, instalación para detenciones de corto plazo donde las personas no deberían estar más allá de 72 horas, pero donde hay detenidos que pasan semanas o incluso meses a temperaturas extremadamente frías, de acuerdo con organizaciones de derechos humanos.

Después del papeleo los tres hombres, que permanecieron siete días en la hielera, fueron embarcados a Washington. De ahí cada uno tomó un rumbo diferente.

“Desde Brooklyn agradecido con el gobierno americano porque desde que ingresé al país, me dieron charlas, nos alimentaron, nos llevaron a buenos refugios, gracias al Señor que nos dio vida y salud para pasar esos nueve países, pero bueno ya estamos aquí”, dijo Deivis desde un refugio.

Desde Texas Dennison compartió una reflexión: “Gracias a Dios estoy trabajando, la gente es muy respetuosa y muy amable”. Ronny se expresó en la misma línea: “Me mantengo trabajando en la construcción que es mi fuente de trabajo, ahí encontré personas buenas y agradables de diferentes nacionalidades, los americanos a pesar del idioma son comprensivos para que nosotros podamos salir adelante y triunfar. Esos son justamente nuestros objetivos”.

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Casi coincidimos en la selva: ella había llegado dos días antes que yo al puesto. Ahí supe de historias de muchas mujeres migrantes agredidas en la selva. Sin perder tiempo ella avanzó hacia el norte. Cruzó el Río Bravo y se entregó a migración. No la había visto en tres años, pero la contacté por Facebook y me respondió. Me habló de cómo siguieron sus días.  Por suerte, dice, no la llevaron a la hielera.

“El gobierno me ha tratado bien aquí, estoy en Kentucky. Tengo mi auto, en mi trabajo me tratan bien, estoy en una casa donde no pago renta, pero no sé si seré capaz de olvidar todas las dificultades que pasé por el camino”.

Cuando le pregunté sobre el paso por el Darién ella hizo una pausa, tomó aire, respiró profundamente y me dijo que prefiere no hablar de lo que le sucedió ahí en esa selva.

“Lo que más quiero ahora y, en eso estoy muy enfocada, es en traer a mi hija que dejé de 4 años en Venezuela y en ayudar a mi madre”. Concluye que la paz que ha encontrado no se compara con nada y es lo más valioso que tiene en estos momentos, más allá de las cicatrices que silencia.

Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.»

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