Caracas.- La migración venezolana ha ocasionado que las abuelas vuelvan a ser madres, pero no de hijos propios, si no de sus nietos más pequeños, quienes se quedan a vivir con los adultos mayores mientras sus padres buscan trabajo en el exterior.
Hace 18 meses, la vida de la venezolana Noris González tomó un rumbo que jamás imaginó: ya era abuela y volvió a ser madre. Pero no de un hijo propio, sino de sus cinco nietos menores de edad, a quienes, a sus 54 años, debe criar en otro de los fenómenos de la crisis.
«¿Qué es lo más difícil? Mantenerlos», dice a EFE esta habitante del deprimido barrio de La Vega, que serpentea un cerro del oeste de Caracas.
«No esperaba esto porque uno cree que las cosas van a estar bien (…), yo no estaba preparada para esto», añade la mujer sobre la situación que vive.
Días antes de que el país detectara sus primeros contagios de la COVID-19 y cerrara fronteras, Noreisy, la hija de Noris González, emigró a Colombia huyendo de la miseria que sufren millones de venezolanos.
LEE TAMBIÉN
Inician proyecto de integración socioeconómica para venezolanos en Colombia y Guyana
Apenas tenía dinero para irse, por lo que emigrar con sus hijos era imposible, así que dejó a los cinco –uno de ellos con microcefalia– en casa de su madre con la promesa de enviar cada mes dinero para su alimentación.
Pero no pudo cumplir con su palabra ni sacar a esta familia de la pobreza extrema. Las remesas que enviaba Noreisy pararon cuando la COVID-19 paralizó la economía latinoamericana.
En casa no siempre hay dinero para comer. Muchas veces, González y sus nietos comen gracias a las ayudas que reparte el Gobierno a través de un censo paralelo conocido como Carné de la Patria.
«Yo quisiera que ella volviera para que me ayudara con todo», apunta la mujer, aunque luego lo piensa y señala que quizá sea mejor que su hija siga en Colombia, porque desde allá ayuda más a la familia.
Voluntad para criar
Cerca de la casa de González, la pensionista María Terán cuida de sus 10 nietos en una humilde chabola.
Los cuatro hijos de Terán dejaron Venezuela hace varios meses. O años. Su mente comienza a fallar y no recuerda bien; a veces tiene lagunas y tampoco se acuerda, por más que lo intente, de los nombres de sus nietos.
Pero sí recuerda que las remesas no llegan hace mucho. Con 68 años y 10 bocas que alimentar, se aferra a toda la ayuda que encuentra.
«Con lo poquito que he tenido los he criado, con lo poquito que he tenido los mantengo a ellos, a todos, gracias a Dios que nunca me les falta nada», dice la mujer a EFE.
También recibe transferencias gubernamentales a través del Carnet de la Patria, pero estas ayudas no alcanzan ni para pasar un par de días.
Cada cierto tiempo, llega a su casa una bolsa del programa de alimentos baratos conocido como CLAP -que consta de varios kilos de carbohidratos y la mayoría de las veces no contiene proteínas-, que el Gobierno asegura que reparte a unos 6 millones de familias.
La mujer dice que hace mucho no tiene empleo formal, pero que los niños, todos menores de edad, no se van a la cama sin comer.
Casos como el de González y Terán «se ven en todas partes del país», dice a Efe el exdiputado venezolano Luis Florido.
«Es dramático», apunta Florido, expresando su temor a que los niños que deja atrás la emigración crezcan «con el trauma» de que sus padres les abandonaron «por buscar oportunidades» fuera.
LEE TAMBIÉN
Brian Fincheltub: «El TPS no tiene un camino a la residencia permanente»
«No hemos pasado tanta hambre»
A 20 kilómetros de La Vega, en el barrio de Petare, la pensionista Alice Ortiz ejerce como madre de sus dos bisnietos y de dos de sus nietos.
«Gracias a Dios no nos hemos acostado sin comer y no hemos pasado tanta hambre», cuenta a Efe la mujer sobre el rol como «madre» de los pequeños que cumple desde hace 4 años.
Y todo sin recibir remesas regularmente desde hace al menos un año, pero contando, asegura, con ayuda celestial.
«Cuando esta un poco difícil la cosa, oramos. Le pedimos a Dios», dice.
Su hija y su nieta emigraron en 2017, cuando la mayor expresión de la crisis era el desabastecimiento de alimentos y medicinas.
Entonces, su hija «se bloqueó» y emigró a República Dominicana, donde, en principio, pudo ejercer su carrera en ciencias fiscales.
Pero los ingresos de la joven cayeron hace varios años, cuando perdió su primer empleo. Ahora es cajera en un salón de belleza y «trabaja para vivir», dice Ortiz, y dejó de enviar dinero.
Las remesas de su nieta, en cambio, se han vuelto más frecuentes desde que llegara hace unos meses a Argentina tras vivir algún tiempo en Colombia y Perú.
Pero no tan frecuentes como para evitar que, algunas veces, los 4 niños se vayan a dormir tras comer solo una arepa -una preparación de harina de maíz- sin relleno.
Cuando eso ocurre, Ortiz dice a los niños que usen su imaginación para sentir que acompañan sus arepas con queso.
«Yo les digo que nos las vamos a comer con queso guayanés y ellos saben que viene sola, pero cuando tengo platica voy y compro queso guayanés y les traigo a ellos para que coman queso guayanés de verdad», señala con una sonrisa entre vergonzosa y pícara. EFE