Por: Juan Pablo Cardenal
La sesión anual de la Asamblea Nacional Popular (ANP) celebrada en Beijing ha dejado, como es tradición, el anuncio de algunas de las líneas maestras que fijan el rumbo de las políticas de China a corto y medio plazo. Por ejemplo, en el ámbito militar, el incremento del 7,2% en gasto militar, cifra que hay que considerar de mínimos pero que es relevante en el contexto de la creciente tensión en el Estrecho de Taiwán. En clave económica, un crecimiento del 5% para 2023, un ritmo modesto en términos chinos después de haber crecido a una media anual superior al 9% durante las tres décadas y media anteriores al COVID.
En el cónclave se han anunciado también reformas institucionales que supondrán una mayor concentración de poder y un mayor control de la economía, en concreto, en el sector financiero. Y ha dejado claras asimismo dos de las necesidades estratégicas de Beijing para los próximos años. Por un lado, ser autosuficiente tecnológicamente, propósito que es consecuencia de las sanciones y controles estadounidenses a la exportación de semiconductores y tecnología afín, cuyo impacto es mayúsculo. Por otro, garantizar su seguridad alimentaria, objetivo para el que Brasil y América Latina tienen reservado un rol fundamental.
Con todo, el acontecimiento políticamente más importante, aunque de algún modo simbólico en cuanto a que estaba previsto en el guion tras decidirse en el 20º Congreso del Partido Comunista chino (PCCh) de noviembre del año pasado, fue la culminación del giro autoritario de Xi Jinping con la consolidación de su tercer mandato como presidente de la república. Además de secretario general del PCCh y presidente de la Comisión Militar Central, los otros dos bastiones del poder en el país asiático, Xi Jinping logra afianzar una autoridad omnipresente sólo comparada a la que disfrutó Mao Zedong, considerado el «padre de la patria» china. Un hito que una ANP de 2.952 diputados validó unánimemente, sin votos discrepantes ni abstenciones.
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Queda así definitivamente desmantelado el liderazgo colectivo instaurado tras morir el Gran Timonel, mecanismo previsto para impedir –justamente– que la perpetuación en el poder desemboque en derivas unipersonales que lleven el caos a China, como ya ocurrió durante el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Al rodearse de aliados y protegidos suyos, todos de lealtad contrastada tanto en el seno del PCCh como en el Gobierno, y con las facciones rivales neutralizadas, Xi ejercerá el poder sin ataduras. Ello acontece en medio de su deriva autoritaria en China y en un contexto de abierta hostilidad ideológica contra Occidente y su sistema político basado en la libertad y en los valores democráticos universales.
En 2013, al poco de auparse Xi a la cima del poder, el rechazo del régimen a las tendencias ideológicas occidentales se plasmó en una circular interna del PCCh, conocida como Documento número 9, sobre las que se prohibió hablar o defender tanto en las universidades como en el seno del partido. Hasta la crisis de 2008, Beijing insistía en que cada país tiene derecho a elegir su camino hacia el desarrollo, pero con esa distancia veía con admiración al sistema occidental. Hoy, la supuesta gestión modélica en torno al COVID y la presunta erradicación de la pobreza son presentadas por Xi como evidencia propagandística de la mayor eficacia del modelo chino frente a las democracias. Para Xi, el sistema chino no sólo es el mejor para China, sino que es también superior en valores al occidental.
El llamado «Libro Blanco de la Democracia», publicado por Beijing a finales de 2021 para contrarrestar la cumbre de las democracias de Joe Biden, asegura que «no existe un modelo fijo de democracia» para apoyar la idea, cada vez más recurrente en la propaganda del régimen, de que en China existe una democracia con características chinas basada en una supuesta legitimidad popular. «Si un país es democrático debe ser juzgado por su gente, no dictado por un puñado de forasteros», reza el documento. Claros indicios, todos ellos, de que la segunda potencia económica del planeta no será, al menos a medio plazo, una democracia liberal.
Esta hostilidad contra el sistema democrático occidental, que sin duda es imperfecto pero que cuenta con unos contrapesos inexistentes en China, tiene además su reflejo en la política exterior de China. Con Xi, el país asiático ha abandonado décadas de moderación en favor de una diplomacia de línea dura, incluso agresiva, lo que ha provocado desencuentros con muchos países: la creciente rivalidad con Estados Unidos, el distanciamiento drástico de la Unión Europa, la trifulca con Australia, Canadá y países de Europa del Este, las disputas con la India y el conflicto latente de Taiwán como telón de fondo, entre otros.
China acusa a los países occidentales de implementar «medidas de contención, cerco y represión» contra ella. Por tanto, en este contexto y con el alineamiento tácito de Beijing con Moscú en la cuestión de Ucrania, la cohabitación entre dos mundos ideológicamente antagónicos se intuye difícil. Durante las últimas décadas, que llevaron a la modernización de China, las diferencias ya existían pero había intereses comunes. Ahora, el mundo se adentra en una nueva guerra fría irreconciliable.
Juan Pablo Cardenal es periodista especializado en la internacionalización de China y editor de Análisis Sínico en www.cadal.org
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