La dignidad es un concepto casi inexpugnable. Luce difícil definirlo pues su significado implica valores que comprometen tradiciones, sentimientos y actitudes. Al menos, podría asegurarse que la palabra “dignidad”, exalta libertad entendida como uno de los máximos ideales que glorifican la vida humana. Esto deja ver las implicaciones políticas de tan honroso término. Más, cuando se relaciona con las condiciones que asume cada quien de cómo vivir su vida. O, por lo contrario, que cada quien ajuste su vida a las condiciones dictadas por gobernantes opresores. Incluso, concordándola en virtud de la congruencia, la identidad, la autonomía y los derechos humanos que cada quien considere propios, adecuados o justificados.
La dignidad en su complejidad epistemológica
En un sentido más cercano al curso de la epistemología, podría reconocerse que la dignidad se halla profundamente vinculada a valores que fundamentan la vida humana. Principalmente, desde la honestidad, solidaridad, responsabilidad y sinceridad. Es ahí cuando se ven personas que al sentirse o creerse superior a otros por algún poder político sobrevenido ocasionalmente, se arrogan alguna cuota de potestad para humillar, ofender, maltratar y menospreciar a quienes suponen subordinados o inferiores según el trazado de conveniencias e intereses políticos, sociales o económicos asumidos como determinantes de la ideología dominante en la coyuntura situacional.
Fue seguramente lo que animó al notable físico alemán, Albert Einstein a asentir que “sólo la moralidad en la acción, puede imprimirle belleza y dignidad a la vida del hombre”. Aunque en política, la dignidad se enaltece en valores que se engrandecen en la capacidad que posee el político para crecer sobre las dificultades que lo encaran. Indistintamente de la situación que atraviesa.
En la perspectiva de la política
En el ejercicio de la política, la dignidad depende del respeto asumido del entorno. Asimismo, del valor a demostrar en el ínterin de las crisis. O, de cómo honrar al adversario o a los compromisos establecidos, tanto como ante las responsabilidades contraídas.
La dignidad no se demuestra con la violencia instrumentada mediante argumentos forjados en un mal tránsito de la vida. Tampoco, blandiendo armas capaces de aniquilar o de anular al contrario. Se demuestra, consolida y justifica en la medida del valor empuñado en la sencillez contenida en la sinceridad de la actitud, pensamiento y expresión.
Cuando se habla y actúa desde la dignidad, no caben concesiones que sacrifiquen la verdad. De ahí que cuando en una batalla se enarbola la bandera de la dignidad, luego de blandirla o agitarla como símbolo de gloria, es porque durante la epopeya vivida el heroísmo de quienes luchan se ha cimentado en el ímpetu necesario para rebatir las mentiras del enemigo.
A manera de epílogo
Es hasta el último momento, en que el valor sirve de escalera para que por ella se eleven las virtudes propias de la grandeza humana. Muchas veces, tan valientes actitudes nadie las advierte. Aunque sus efectos configuran resultados posteriores toda vez que se convierten en victorias de batallas.
Es así como ocurre en el curso de seguidas épicas, (que siguen ocurriendo) capaces de atestiguar del honor y del valor alcanzado de cara a la historia política. Sobre todo, cuando las circunstancias liberan sus propias energías. Es lo que sucede en el fragor del ejercicio de la política. Particularmente, cuando el mismo se convierte en abierta disputa política. Ahí, las realidades descubren su desnudez. Sus lechos revelan secretos de gruesas complicaciones. Quedando así liberado de prejuicios el camino de la batalla cuyo recorrido queda definido para hacer del conocimiento político lo que guarda todo episodio que pueda verse cual Epopeya de Dignidad.
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