Los derechos humanos son tema central en las negociaciones y conflictos sociales desde lo cotidiano hasta los enfrentamientos bélicos. Se asume que al declarar positivamente o legislar sobre ellos, estamos listos, se respetarán.
La legislación es un recurso fundamental en la protección de los derechos humanos pero no es la solución. Los problemas que se quieren resolver pueden deberse a patrones culturales, creencias muy arraigadas que superan a legislaciones y proclamas. Tal es el caso del racismo y el sexismo expresado en la misoginia y la homofobia.
La sociedad más importante del mundo -sí, hay sociedades o países de primera, de segunda, de tercera y más-, el de la democracia ideal, el del sueño universal, el de la Constitución originaria centrada en el respeto, vive atravesada por un odio infernal de un sector social, los supremacistas blancos originarios, hacia los otros sectores sociales.
La idea de pureza racial ha perdurado a través de los siglos sustentada por las religiones. La pureza garantiza un lugar en el paraíso y el ejercicio de poder en la tierra. Los seres de raza pura y blanca se creen superiores al resto de las razas y con derecho sobre ellas, inclusive, de aniquilarlas impunemente. Escribir, leer, ver eso, produce un déjà vu histórico.
La noticia de un joven que entró a un supermercado, no a comprar como es lo usual, sino a matar a quien tuviera piel negra y pelo “malo”, ha impactado al mundo. No por la novedad del hecho sino por lo contrario, las agresiones y crímenes racistas se dan con frecuencia escandalosa en ese país.
Entre las muchas preocupaciones que deja la matanza en el supermercado, a nombre de la supremacía blanca, algo queda claro: ese joven representó a mucha gente, a millones que piensan y creen en lo que él presume, a pesar de que haya leyes en ese país que digan lo contrario.
La violencia sexista, en este caso la de hombres machistas hacia las mujeres, hasta ahora no se ha detenido en ninguna parte del mundo por más leyes que se aprueben y se tomen medidas para frenarla.
Pareciera que hay mucha gente sensibilizada ante el problema de la violencia hacia las mujeres pero aún así, esa forma de violencia sigue dándose. Está tan arraigada en algunos hombres que pareciera genética pero no, es cultural.
Por los siglos, en todas las sociedades, ha existido la creencia (no sólo masculina) de supremacía de los hombres sobre las mujeres, de propiedad sobre un cuerpo que ellos adquieren por ley y por la iglesia o, simplemente, por el deseo de poseerlas, como si fuesen un objeto.
La violencia machista se expresa de múltiples formas, desde la mortal hasta la “amorosa”. Te reprimo, te castigo, te mato porque te quiero. No hay ley que detenga a creencias tan obtusas. La gente no se desprende por decreto de las herencias culturales. Puede ser que por las leyes y la presión social, se reprima se controle un poco esa violencia, pero cuando el machista lo crea necesario, saca el cuchillo o el revólver y hiere o mata, ejerciendo un derecho en el que cree, el cultural.
Sin duda, las leyes y medidas de protección en los casos de violencia contra la mujer son un recurso imprescindible pero el objetivo no debería ser reducir esa violencia, sino erradicarla. El objetivo es #NiUnaMás.
A la violencia misógina, hacia las mujeres, se agrega la homofobia y transfobia, la de hombres y mujeres que desprecian y ofenden a quienes se expresan con una sexualidad alternativa. Esa violencia tampoco se ha detenido a pesar de que, en algunos países, existen leyes para controlarla.
Los países que han aprobado leyes orientadas a la equidad y protección de las minorías sexuales han logrado significativos avances sociales sobre todo en quienes forman parte de esas minorías y para quienes respetan la ley pero la gente bárbara persiste apoyada en creencias y valores e instituciones que la respaldan.
Quienes sienten afectadas sus creencias y valores por leyes creadas para proteger a la libertad sexual, siguen creyendo en la “normalidad” biológica y lo que las sagradas escrituras sostienen: sexo solo entre un macho y una hembra, como es natural. Lo demás es perversión, ¡fuera!, y actúan en consecuencia.
Ante las diferentes formas de violencia y en particular, la racista y la sexista, hay que hacer un trabajo social mucho más profundo que legislar para lograr su erradicación y el derecho de todos y todas.
Los decretos y leyes son necesarios pero no son suficientes para resolver problemas con arraigo cultural. Las leyes pueden inhibir las conductas que se consideren delitos raciales y sexuales, por ejemplo, pero no eliminan la motivación que lleva a esos delitos: la creencia de ser superior y con derechos «naturales» o celestiales.
Para cambiar creencias primitivas, hacen falta cambios profundos en la educación y no me refiero solo a los contenidos escolares, sino a los mensajes que las familias, los medios, las redes, todas las instituciones sociales le transmiten a sus miembros y, por supuesto, respaldarlos con conductas que sirvan de ejemplo. Así podremos lograr una sociedad que realmente proteja los derechos humanos de todos los grupos, sin discriminar razas o género sexual.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Los derechos humanos son tema central en las negociaciones y conflictos sociales desde lo cotidiano hasta los enfrentamientos bélicos. Se asume que al declarar positivamente o legislar sobre ellos, estamos listos, se respetarán.
La legislación es un recurso fundamental en la protección de los derechos humanos pero no es la solución. Los problemas que se quieren resolver pueden deberse a patrones culturales, creencias muy arraigadas que superan a legislaciones y proclamas. Tal es el caso del racismo y el sexismo expresado en la misoginia y la homofobia.
La sociedad más importante del mundo -sí, hay sociedades o países de primera, de segunda, de tercera y más-, el de la democracia ideal, el del sueño universal, el de la Constitución originaria centrada en el respeto, vive atravesada por un odio infernal de un sector social, los supremacistas blancos originarios, hacia los otros sectores sociales.
La idea de pureza racial ha perdurado a través de los siglos sustentada por las religiones. La pureza garantiza un lugar en el paraíso y el ejercicio de poder en la tierra. Los seres de raza pura y blanca se creen superiores al resto de las razas y con derecho sobre ellas, inclusive, de aniquilarlas impunemente. Escribir, leer, ver eso, produce un déjà vu histórico.
La noticia de un joven que entró a un supermercado, no a comprar como es lo usual, sino a matar a quien tuviera piel negra y pelo “malo”, ha impactado al mundo. No por la novedad del hecho sino por lo contrario, las agresiones y crímenes racistas se dan con frecuencia escandalosa en ese país.
Entre las muchas preocupaciones que deja la matanza en el supermercado, a nombre de la supremacía blanca, algo queda claro: ese joven representó a mucha gente, a millones que piensan y creen en lo que él presume, a pesar de que haya leyes en ese país que digan lo contrario.
La violencia sexista, en este caso la de hombres machistas hacia las mujeres, hasta ahora no se ha detenido en ninguna parte del mundo por más leyes que se aprueben y se tomen medidas para frenarla.
Pareciera que hay mucha gente sensibilizada ante el problema de la violencia hacia las mujeres pero aún así, esa forma de violencia sigue dándose. Está tan arraigada en algunos hombres que pareciera genética pero no, es cultural.
Por los siglos, en todas las sociedades, ha existido la creencia (no sólo masculina) de supremacía de los hombres sobre las mujeres, de propiedad sobre un cuerpo que ellos adquieren por ley y por la iglesia o, simplemente, por el deseo de poseerlas, como si fuesen un objeto.
La violencia machista se expresa de múltiples formas, desde la mortal hasta la “amorosa”. Te reprimo, te castigo, te mato porque te quiero. No hay ley que detenga a creencias tan obtusas. La gente no se desprende por decreto de las herencias culturales. Puede ser que por las leyes y la presión social, se reprima se controle un poco esa violencia, pero cuando el machista lo crea necesario, saca el cuchillo o el revólver y hiere o mata, ejerciendo un derecho en el que cree, el cultural.
Sin duda, las leyes y medidas de protección en los casos de violencia contra la mujer son un recurso imprescindible pero el objetivo no debería ser reducir esa violencia, sino erradicarla. El objetivo es #NiUnaMás.
A la violencia misógina, hacia las mujeres, se agrega la homofobia y transfobia, la de hombres y mujeres que desprecian y ofenden a quienes se expresan con una sexualidad alternativa. Esa violencia tampoco se ha detenido a pesar de que, en algunos países, existen leyes para controlarla.
Los países que han aprobado leyes orientadas a la equidad y protección de las minorías sexuales han logrado significativos avances sociales sobre todo en quienes forman parte de esas minorías y para quienes respetan la ley pero la gente bárbara persiste apoyada en creencias y valores e instituciones que la respaldan.
Quienes sienten afectadas sus creencias y valores por leyes creadas para proteger a la libertad sexual, siguen creyendo en la “normalidad” biológica y lo que las sagradas escrituras sostienen: sexo solo entre un macho y una hembra, como es natural. Lo demás es perversión, ¡fuera!, y actúan en consecuencia.
Ante las diferentes formas de violencia y en particular, la racista y la sexista, hay que hacer un trabajo social mucho más profundo que legislar para lograr su erradicación y el derecho de todos y todas.
Los decretos y leyes son necesarios pero no son suficientes para resolver problemas con arraigo cultural. Las leyes pueden inhibir las conductas que se consideren delitos raciales y sexuales, por ejemplo, pero no eliminan la motivación que lleva a esos delitos: la creencia de ser superior y con derechos «naturales» o celestiales.
Para cambiar creencias primitivas, hacen falta cambios profundos en la educación y no me refiero solo a los contenidos escolares, sino a los mensajes que las familias, los medios, las redes, todas las instituciones sociales le transmiten a sus miembros y, por supuesto, respaldarlos con conductas que sirvan de ejemplo. Así podremos lograr una sociedad que realmente proteja los derechos humanos de todos los grupos, sin discriminar razas o género sexual.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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