El que bajo el dominio de un mismo idioma existan diferencias lingüísticas, es un hecho normal. Dichas variedades conocidas como «dialectos» pueden afectar el vocabulario, la pronunciación, la sintaxis, la gramática. Inclusive, la praxis social. Peor aún, el mismo ejercicio de la política. En política, sus efectos, derivan en traducciones cuya diversidad interpretativa deviene en distintos significados. La teoría política, tiende a denominar tales referentes como «dialectos políticos» cuyo manejo y comprensión se relaciona con el fenómeno de los cambios operados por individuos con particulares cuotas de poder, muchas veces, de manera discrecional.
Cada funcionario actúa con la autonomía que le permite el manejo circunstancial de la decisión establecida. Cada decisión, se interpreta de acuerdo a un «dialecto político». Generalmente establecido por las deformidades que incita el populismo. Este entendido, como el ejercicio de la política que gobiernos autodenominados «populares» se plantean al concebir su praxis como la vía más inmediata para ganar la simpatía de la población. Y por tanto, ocupar el espacio político que puede garantizarle su permanencia anhelada en el poder. Ello, sin considerar el perjuicio que aferrarse al poder pueda originarle a la figura de lo que representa el «Estado democrático y social de Derecho y de Justicia».
De manera que cada cenáculo que resulta de la partición a que lleva el manejo del poder -sin que por ello pueda evitarse el fraccionamiento de la causa política originaria- conduce a generar tantos «dialectos» como operadores político-gubernamentales se establezcan alrededor de situaciones de potencial conflicto político. Y por tanto, de su provecho.
Cuando se usa la relación «política-dinero-poder» se configura el asiento para la corrupción. Ese es el dilema que continua trabando la democracia en países atrapados en el mundo donde la política sirve de escalera a regímenes cuyos sistemas políticos son presa fácil del desorden administrativo público. Tanto como del derrumbe de la moralidad y la ética de funcionarios y activistas de la política.
Los llamados «dialectos del populismo» arrastran realidades completas a su más mínima, irracional y desvergonzada capacidad de desarrollo. Y es justo, ahí, donde se articulan los momentos para que estos «dialectos populistas» adquieran la fuerza necesaria para actuar como el modelo lingüístico que, incluso, llega a regir los canales que inicialmente conquistó la política con el propósito de presumir de su alcance y poderío comunicacional.
Es el peligro que resulta del poder político cuando se vuelve tan incontrolado por culpa de la alcahuetería que permite la corrupción en su siniestro juego con las circunstancias que andan siendo interpretadas de dialecto en dialecto. He ahí las desgracias que, en poblaciones indiferentes a la mesura de la política, incitan los «dialectos del populismo».
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Cada funcionario actúa con la autonomía que le permite el manejo circunstancial de la decisión establecida. Cada decisión, se interpreta de acuerdo a un «dialecto político». Generalmente establecido por las deformidades que incita el populismo. Este entendido, como el ejercicio de la política que gobiernos autodenominados «populares» se plantean al concebir su praxis como la vía más inmediata para ganar la simpatía de la población. Y por tanto, ocupar el espacio político que puede garantizarle su permanencia anhelada en el poder. Ello, sin considerar el perjuicio que aferrarse al poder pueda originarle a la figura de lo que representa el «Estado democrático y social de Derecho y de Justicia».
De manera que cada cenáculo que resulta de la partición a que lleva el manejo del poder -sin que por ello pueda evitarse el fraccionamiento de la causa política originaria- conduce a generar tantos «dialectos» como operadores político-gubernamentales se establezcan alrededor de situaciones de potencial conflicto político. Y por tanto, de su provecho.
Cuando se usa la relación «política-dinero-poder» se configura el asiento para la corrupción. Ese es el dilema que continua trabando la democracia en países atrapados en el mundo donde la política sirve de escalera a regímenes cuyos sistemas políticos son presa fácil del desorden administrativo público. Tanto como del derrumbe de la moralidad y la ética de funcionarios y activistas de la política.
Los llamados «dialectos del populismo» arrastran realidades completas a su más mínima, irracional y desvergonzada capacidad de desarrollo. Y es justo, ahí, donde se articulan los momentos para que estos «dialectos populistas» adquieran la fuerza necesaria para actuar como el modelo lingüístico que, incluso, llega a regir los canales que inicialmente conquistó la política con el propósito de presumir de su alcance y poderío comunicacional.
Es el peligro que resulta del poder político cuando se vuelve tan incontrolado por culpa de la alcahuetería que permite la corrupción en su siniestro juego con las circunstancias que andan siendo interpretadas de dialecto en dialecto. He ahí las desgracias que, en poblaciones indiferentes a la mesura de la política, incitan los «dialectos del populismo».
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