Un gobierno que militarizó la gestión pública y asume a Venezuela como un cuartel, le incomoda la acción autónoma de instituciones y ciudadanos. Su filosofía es controlar y ahogar la libertad. Se empeña en garantizar obediencia a toda costa. Se pretende modelar gente que adule a quienes están en el poder o que por lo menos callen ante sus extravagancias y abusos.
En esas circunstancias hablar alto y claro exigiendo derechos o cuestionar al poder resulta riesgoso. Un ejemplo reciente lo constituye el inicio de procesos penales a 18 trabajadores en el estado Bolívar por exigir salarios, o el encarcelamiento del defensor de derechos humanos Javier Tarazona, por denunciar los presuntos vínculos de altos funcionarios con organizaciones armadas en la frontera con Colombia.
Los que hoy gobiernan de manera no democrática y recurren a la amenaza o el terror para acallar voces descontentas, iniciaron una ofensiva contra las organizaciones de la sociedad civil. Su aspiración es someterlas y si es posible eliminarlas. No importa que ellas dediquen recursos y esfuerzos para atender a millones de personas humildes, que distribuyan medicinas, repartan comida, brinden asesoría jurídica gratuita, realicen cursos de capacitación, difundan la cultura, promuevan el deporte. Presten sus servicios a niños, niñas y adolescentes, a adultos mayores, a mujeres, a jóvenes. Al poder le importa poco los efectos negativos que tenga contra la población. Quieren un cementerio de organizaciones aunque una de las consecuencias sea debilitar la acción solidaria con quienes más necesitan apoyo.
La aprobación en primera discusión del Proyecto de Ley de Fiscalización, Regularización, Actuación y Financiamientos de las Organizaciones No Gubernamentales y Afines busca precisamente eso: impedir el funcionamiento de miles de organizaciones de la sociedad civil. Se recurre a la falsedad de afirmar que no tienen control por parte del Estado. La verdad es que tienen amplio conocimiento. Mediante el registro de los estatutos y actualización de actas de asambleas, saben qué labor realizan, quienes las conforman. Además, reportan al Servicio Tributario, al Ministerio del Poder Popular para el Trabajo, pagan impuestos municipales. Las propias organizaciones difunden por las redes sociales sus actividades.
Ciertamente hay organizaciones que para sus actividades reciben cooperación internacional lo cual es perfectamente legítimo, tal como reciben cooperación instituciones del Estado. Recibir cooperación para destinarla a ayudar a la gente no debería criminalizarse sino protegerse y estimularse. Que el gobierno califique de conspiración ayudar a quienes requieren de una mano solidaria, lo que demuestra es la indolencia ante las penurias de millones de personas que viven en la pobreza.
No es la primera vez que se pretende acallar y debilitar a las organizaciones de la sociedad civil. En el pasado esas pretensiones fueron derrotadas. En 2008 se impuso la llamada Ley Sapo. Una sociedad organizada que no se intimidó ante las amenazas, obtuvo la victoria de echar para atrás dicha ley.
A esa cúpula que hoy quiere aplastar a la sociedad civil y que en tiempos de su juventud y rebeldía enarbolaban el lema «la pelea es peleando» eso mismo le decimos hoy.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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En esas circunstancias hablar alto y claro exigiendo derechos o cuestionar al poder resulta riesgoso. Un ejemplo reciente lo constituye el inicio de procesos penales a 18 trabajadores en el estado Bolívar por exigir salarios, o el encarcelamiento del defensor de derechos humanos Javier Tarazona, por denunciar los presuntos vínculos de altos funcionarios con organizaciones armadas en la frontera con Colombia.
Los que hoy gobiernan de manera no democrática y recurren a la amenaza o el terror para acallar voces descontentas, iniciaron una ofensiva contra las organizaciones de la sociedad civil. Su aspiración es someterlas y si es posible eliminarlas. No importa que ellas dediquen recursos y esfuerzos para atender a millones de personas humildes, que distribuyan medicinas, repartan comida, brinden asesoría jurídica gratuita, realicen cursos de capacitación, difundan la cultura, promuevan el deporte. Presten sus servicios a niños, niñas y adolescentes, a adultos mayores, a mujeres, a jóvenes. Al poder le importa poco los efectos negativos que tenga contra la población. Quieren un cementerio de organizaciones aunque una de las consecuencias sea debilitar la acción solidaria con quienes más necesitan apoyo.
La aprobación en primera discusión del Proyecto de Ley de Fiscalización, Regularización, Actuación y Financiamientos de las Organizaciones No Gubernamentales y Afines busca precisamente eso: impedir el funcionamiento de miles de organizaciones de la sociedad civil. Se recurre a la falsedad de afirmar que no tienen control por parte del Estado. La verdad es que tienen amplio conocimiento. Mediante el registro de los estatutos y actualización de actas de asambleas, saben qué labor realizan, quienes las conforman. Además, reportan al Servicio Tributario, al Ministerio del Poder Popular para el Trabajo, pagan impuestos municipales. Las propias organizaciones difunden por las redes sociales sus actividades.
Ciertamente hay organizaciones que para sus actividades reciben cooperación internacional lo cual es perfectamente legítimo, tal como reciben cooperación instituciones del Estado. Recibir cooperación para destinarla a ayudar a la gente no debería criminalizarse sino protegerse y estimularse. Que el gobierno califique de conspiración ayudar a quienes requieren de una mano solidaria, lo que demuestra es la indolencia ante las penurias de millones de personas que viven en la pobreza.
No es la primera vez que se pretende acallar y debilitar a las organizaciones de la sociedad civil. En el pasado esas pretensiones fueron derrotadas. En 2008 se impuso la llamada Ley Sapo. Una sociedad organizada que no se intimidó ante las amenazas, obtuvo la victoria de echar para atrás dicha ley.
A esa cúpula que hoy quiere aplastar a la sociedad civil y que en tiempos de su juventud y rebeldía enarbolaban el lema «la pelea es peleando» eso mismo le decimos hoy.
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