A sus seis años de edad, a Dioselyn le diagnosticaron un osteosarcoma en su pie derecho. Los médicos le recetaron quimioterapias que sus padres, Carlos Villegas y Ediana Marchán, no encontraron en los hospitales de los estados Bolívar y Anzoátegui. La solución fue llevarse a su hija a Brasil con la esperanza de que allá iniciara el tratamiento

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No hay silencio en la casa de los Merchán Villegas. Al entrar, se escucha un televisor encendido, sintonizado en algún canal de dibujos animados, y las voces de unas niñas conversando, con risas suaves.

Ubicada sobre la avenida San Vicente de Paúl de Ciudad Bolívar, la capital del estado Bolívar, la vivienda es pequeña: una sola habitación levantada con láminas de zinc, al fondo del patio de la casa de la señora Victoria, la abuela paterna de esas niñas que tanto ríen. Si no lo hicieran, retumbaría un silencio de monasterio. Si ellas no se rieran, Carlos Villegas y Ediana Marchán, sus padres, ni siquiera intentarían hacerlo también. Tendrían los rostros siempre duros, los ojos llorosos. Sucumbirían, dicen, como tanto les ha provocado últimamente. A veces escuchan esas carcajadas y sienten un sinsabor: recuerdan que ese ensamble de risas está —y siempre estará— incompleto.

Que ya no cuentan con la alegría estrepitosa de Dioselyn, la primera de sus hijas.

Y vuelven a recordar todo lo que vivieron junto a ella, mientras intentaban salvarla.

Mientras jugaba con un carro de baterías que compartía con sus tres hermanas menores, Dioselyn, entonces de seis años, se cayó y se golpeó el talón del pie derecho. Era un día de abril de 2018. Dijo que le dolía, pero siguió jugando. Ediana no se preocupó cuando al rato la pequeña insistió en que el dolor era intenso. Pensó que amanecería mejor.

Estaba equivocada. El pie no dejaba de dolerle y un día de junio, casi dos meses después de la caída, las molestias fueron más severas: la niña ya no podía ni afincar el pie para caminar. Ediana y Carlos la llevaron de emergencia al Hospital Doctor Héctor Nouel Joubert de Ciudad Bolívar. La examinaron y les explicaron el motivo del dolor: Dioselyn tenía una fractura en el talón.

Le pusieron una férula y volvieron a casa.

Se imaginaron que la recuperación sería rápida y que el asunto no trascendería. Pero, nuevamente, estaban equivocados. Al cabo de unos días, el pie de la niña se comenzó a hinchar. Ella lloraba, decía que le dolía, que le dolía mucho. Dioselyn, quien solía pasar sus días riendo, bailando y corriendo de un lado a otro, parecía haberse apagado: estaba muy callada y no se paraba de la hamaca. Se dedicaba a dibujar a su familia, durante horas, siempre en silencio.

Como tres semanas después su pie seguía hinchado. Ediana pensó que la férula no estaba haciendo efecto y decidió quitársela ella misma. La abuela le sugirió a los padres que no siguieran esperando mejoría y que la llevaran al médico de nuevo antes de que fuera peor.

Como no podía caminar, la llevaron cargada al Hospital Universitario Ruiz y Páez de Ciudad Bolívar, donde dos traumatólogos la evaluaron. Unas placas de rayos X revelaron que no había ninguna fractura en el pie. Uno de los especialistas sospechó de qué se trataba y llamó a un oncólogo, quien al ver las placas y examinar a Dioselyn, dijo:

“Hay que hacerle una biopsia. Definitivamente no es una fractura. Y no me quiero adelantar a los hechos, pero eso parece un tumor”.

Ese mismo día le tomaron la muestra en el hospital. El examen debía ser procesado en la Policlínica Santa Ana, uno de los dos lugares en la ciudad donde hacen este tipo de pruebas. Diez días más tarde, el resultado estuvo listo y Ediana lo fue a buscar. Apenas lo vio, salió corriendo de allí: el oncólogo estaba en lo cierto. La niña tenía un osteosarcoma, un tipo de cáncer óseo que genera mucho dolor e inflamación.

La mujer corrió, sin parar, los cuatro kilómetros que la separaban de su casa. Llegó agitada y, mientras le contaba a Carlos, comenzó a llorar.

“Cáncer”, la palabra cáncer retumbaba en su cabeza. Nadie en su familia lo había padecido. Hasta entonces, esa había sido para ella una enfermedad lejana que solo veía sufrir en las películas.

A los pocos días, la niña fue hospitalizada en el hospital Ruiz y Páez para hacerle más estudios que precisaran su estado clínico. Los médicos informaron que la patología estaba avanzada. El osteosarcoma era muy agresivo. Y, dijeron, había que tomar una medida radical: amputarle el pie derecho.

Carlos y Ediana, sin embargo, se negaron. Se aferraron a la esperanza de que hubiese otra solución. ¿Cómo que la ciencia no ofrecía otra alternativa? ¿Cómo que su hija estaría incompleta? ¿Cómo era eso de que ya no iba a poder correr y jugar a sus anchas?  No, ellos no lo permitirían.

Carlos, en una de esas discusiones con los médicos, se salió de control y casi golpea a uno de ellos.

“¡No vamos a permitir que le quiten ni un pelo!”, agregaba Ediana en medio de las acaloradas conversaciones.

Dada la firme negativa de los padres, los médicos dieron de alta a Dioselyn y les indicaron usar quimioterapias que detuvieran las células cancerígenas y eliminaran las existentes. Era una vía menos severa, sí, pero a la vez más lenta. Le recetaron un coctel de antineoplásicos compuesto por metotrexato, ifosfamida, mesna y doxorrubicina.

Acudieron a una consulta en el Oncológico Virgen del Valle, un centro médico cercano, para que le aplicaran el tratamiento. Pero allí, desde hacía más de un año, no contaban con especialistas en el área pediátrica y no disponían de quimioterapias.

Carlos y Ediana viajaron entonces cinco horas por carretera, con Dioselyn, hasta Barcelona, en el vecino estado Anzoátegui. La llevaron al Hospital Universitario Luis Razetti, porque les habían dicho que allí sí había oncólogos pediatras.

Si bien era cierto, también lo era el hecho de que allí tampoco tenían quimioterapias. Los médicos les recomendaron adquirirlas en el mercado negro, como hacían algunos familiares y pacientes. Para ellos, que solo cuentan con el salario mínimo que gana Carlos en la Gobernación del estado Bolívar, esa no era una solución: esos medicamentos son caros y se cotizan en dólares.

Entonces regresaron a Ciudad Bolívar.

El tiempo pasaba y el dolor que sentía Dioselyn era cada día más fuerte. Le daban altas dosis de analgésicos, pero apenas se aliviaba.

Los médicos del Oncológico Virgen del Valle la invitaron a una actividad de una fundación. Allí compartió con otros niños con cáncer que ya llevaban un camino recorrido. Hablaron mucho con ella: le contaron cómo se les había caído el cabello, por qué usaban tapabocas y le explicaron que las quimioterapias no dolían, que producían vómitos, náuseas y diarrea, pero que era normal.

Y también jugaron juntos.

Algunos de los papás de esos niños le contaron a Carlos y a Ediana que, buscando una solución a la escasez de quimioterapias, ellos habían ido a Boa Vista, en Brasil, a 935 kilómetros de Ciudad Bolívar, porque allá el tratamiento les salía gratis.

Los padres de Dioselyn investigaron más sobre esa posibilidad. Era cierto lo que les habían dicho. Como no contaban con recursos para costear el viaje, sumaron voluntades para hacerlo posible: la familia, miembros de la iglesia evangélica en la que se congrega Ediana y varias fundaciones, reunieron los fondos.

Fue así como la mañana del 10 de octubre de 2018, Ediana y su cuñado se enrumbaron por carretera a Brasil. Carlos se quedó cuidando a las otras tres hijas. Habitualmente, un viaje como ese se hace en un día, pero a ellos les tomó casi tres. Los indígenas pemones de la zona protestaban y mantenían cerrada la Troncal 10, la larga vía que conecta a Venezuela con Brasil.

Después de estar algunas horas en la tranca, lograron hablar con los manifestantes que, al ver las condiciones de la niña, le permitieron el paso en una ambulancia de los indígenas que los dejó en Las Claritas, a tres horas y media de Santa Elena de Uairén. Era de noche y no sabían dónde iban a dormir.

El cuñado de Ediana se consiguió de pronto a un señor de Ciudad Bolívar que conocía de años atrás: fue él quien les dio comida y les alquiló una habitación en la que pudieron descansar esa noche.

Al amanecer, consiguieron que un servicio de taxi exprés los llevara hasta Santa Elena de Uairén. Ahí los esperó el nieto de la pastora de la iglesia en la que se congrega Ediana y los ayudó a llegar hasta Pacaraima, en la frontera. De ahí se trasladaron a Boa Vista, a tres horas de distancia. Llegaron la noche del 12 de octubre.

Fueron directo al hospital de Boa Vista, donde de inmediato ingresaron a Dioselyn. Allí les dieron la cena y varios especialistas se dedicaron a evaluarla. No era un hospital en el que pudieran atender el cáncer, no estaba dotado para ello; pero que la atendieran allí era una forma de ingresar su expediente en el servicio brasileño de salud pública.

Los días transcurrían lentos. Ediana y su cuñado llamaban a Venezuela. Dioselyn dibujaba. Los médicos le hacían exámenes, muchos exámenes. Allí estaban el 16 de octubre cuando la niña cumplió 7 años. Ese fue uno de los pocos días en los que no sonrió, aunque Ediana le trenzó el cabello y le cantó cumpleaños junto a parte del personal médico.

“Hija, tranquila, pronto nos vamos a regresar a Ciudad Bolívar para celebrar con tus hermanitas y tu papá. También vamos a ir a la playa”.

“Mamá no me recuerdes a mis hermanitas porque me pongo triste”, le respondió la niña.

A los pocos días, se enteraron de que la enfermedad seguía ganando terreno: unos estudios revelaron que Dioselyn tenía metástasis en los dos pulmones y en la vejiga. Como allí no podían atenderla, el 6 de noviembre —entubada, con una sonda y dificultades respiratorias— fue trasladada en una aeroambulancia hasta el “Hospital del amor”, antes llamado Hospital del Cáncer de Barreto en Sao Paulo, a más de 4.500 kilómetros de distancia.

Al llegar, los especialistas le dijeron a Ediana que por lo avanzado de la enfermedad ya no podían ponerle quimioterapias a su hija. La ingresaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Permanecía consciente y se quejaba mucho del dolor que sentía.

El 14 de noviembre, en la mañana, una psicóloga del hospital se le acercó a Ediana: le dijo que Dioselyn estaría conectada a una máquina de respiración artificial hasta que sus órganos dejaran de funcionar.

Podían ser semanas o días; tal vez horas.

Ediana comenzó a orar. Llamó a su esposo en Venezuela para contarle. Luego entró a la UCI y pasó cuatro horas con su hija.

Cuatro horas en las que oró, le pidió perdón a ella, y le expresó cuánto la amaba. Y le dijo que no tuviera miedo: que se iría a un lugar en el que no iba a sufrir más, a un sitio lleno de luz donde no habría dolor. Que estaría con Dios, en el cielo.

Eso le decía cuando vio, en la pequeña pantalla que estaba a su lado, cómo los latidos del corazón de su hija comenzaban a ser más y más y más tenues.

Llamó a los médicos. Ya no había nada que ellos pudieran hacer.

“Mi hija necesitaba escuchar todo lo que le dije para irse en paz. Ella supo cuánto la amamos todos”, recuerda ahora.

El sistema médico realizó el traslado del cuerpo por vía aérea hasta Boa Vista. Pero Ediana quería que el cuerpo de su hija regresara a Ciudad Bolívar. Desde Venezuela, Carlos hizo las gestiones y encontró los recursos con personas cercanas para la repatriación. El traslado por tierra duró cuatro días. Había pasado un mes y medio desde que su padre se había despedido de ella.

El programa de dibujos animados aún no termina y las niñas siguen riendo. Ven la foto de su hermanita y preguntan dónde está.

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