Por Angeyeimar Gil
Muchos venezolanos conocen a Helena y la historia de amor que en torno de ella se construyó Refucho. Pero no conocen a José Ignacio, ni a Yorman Alexander, tampoco conocen a José Gregorio, ni a Ronny Ruiz. Ángel David también es desconocido. Son desconocidos ellos y sus historias, los venezolanos no saben de dónde son, ni lo que les pasó. Pero sus historias individuales tuvieron el mismo final que Helena. No sabemos si tuvieron un amor inconfesado que saliese corriendo ante su desplome fulminante, como salió Refucho cuando Helena, el objeto de su amor, cayó tras la terrible crepitación azul.
Si aún no sabes quién es Helena es porque no leíste Rajatabla, de Luis Britto García, escritor venezolano que recibió el premio Casa de las Américas en 1970 con esta obra, y que se convirtió en icono de nuestra literatura. En este libro, «Helena» es el primero de 67 cuentos que nos recrean como sociedad. Se muestra la miseria del pueblo, su pobreza y exclusión impuesta e injusta, la exclusión que parece formar parte de nosotros desde siempre, y que es la peor de las violencias del sistema social imperante.
Lo que fue un cuento breve en la década de los 60, en el que hermosamente se denuncian las condiciones de vida de los más pobres, la violencia policial y la insinuación de que la subversión era una alternativa de avanzada y de conciencia social para la construcción de un mundo más justo, nos narró también y principalmente una realidad de los niños y niñas de cualquier comunidad de Venezuela. Una realidad cruel y horrorosa, que parece absurda cuando la lees. Pero que hoy no es absurda, es real y repetida. Fue una denuncia que no tuvo eco.
Todos los años la historia de Helena revive en sectores empobrecidos de nuestro país. Su historia se convierte en la historia de los niños de hoy, que pasan a formar parte de las estadísticas y que olvidamos con mucha rapidez. Porque en esta sociedad patas arriba, las estadísticas no sirven de nada, no cumplen su función de abrir camino a una planificación para evitar que la estadística aumente. Aquí son números y nada más. Peor aún, números en tanto alguien los asuma como relevante, si no, no llegan ni siquiera a ser un dato estadístico.
¿Jugar es peligroso?
Jugar no puede ser peligroso. Forma parte indispensable del desarrollo, necesario para crecer, compartir y ser feliz. Los juegos tradicionales deberían ser los más inocuos. Sin embargo, uno de los más importantes juegos tradicionales del país, reconocido y jugado por todos y todas es sin duda el papagayo. Volar papagayo forma parte de la idiosincrasia del venezolano. Aunque haya cambiado su forma de elaboración artesanal en algunas zonas del país como parte imprescindible del juego y en muchos casos se compren réplicas producidas industrialmente, el papagayo es el papagayo. En las zonas más vulnerables, donde comprar un papagayo no es posible, los niños y niñas los producen con sus manos y con los materiales que consiguen: bolsas, periódico, veradas o palitos de ramas.
Es poco probable que asociemos volar papagayo con morir. Pero dos niños y adolescentes han muerto en lo que va de año por esta causa y dos quedaron muy afectados con quemaduras en sus cuerpos. Volar papagayo les quitó la vida a unos y les marcó la piel y la memoria a otros, a ellos individualmente, pero también a sus familias y comunidades.
Realmente, no fue volar papagayo lo que les quitó la vida, fue más bien vivir en una zona poco planificada, de casas aglomeradas, con sistemas eléctricos improvisados o sin mantenimiento, en la que seguramente no hay un espacio común de diversión para los niños y niñas y si los hay, posiblemente no estén en las mejores condiciones o no les brindan la seguridad necesaria, porque hay bandas delictivas tomándolos como propios. Los cables de alta tensión están dispuestos a su alcance, no hay una planificación para su instalación sobre la base de la vida en común y el urbanismo necesario para la convivencia de adultos con niños, niñas y adolescentes.
Helena, en el cuento de Britto García, muere electrocutada al volar papagayo. José Ignacio (Maracay) y Yorman Alexander (Charallave) en 2020; José Gregorio (Maturín) y Ronny (San Félix) en 2019; dos adolescentes de 14 y 13 años (Cumaná) en 2016, también han muerto electrocutados jugando el mismo juego. Otros como Ángel David y el hermano de 8 años de José Ignacio no mueren, pero quedan muy afectados por volar un papagayo, nuestro juego tradicional.
La violencia estructural
Helena sigue presente y ha sido inmortalizada por una obra que se convirtió en lectura obligada para los venezolanos. También debió ser una chispa que encendiera la pradera, que propiciara la exigencia de que no existan más Helenas en la realidad venezolana. El cuento nos muestra la realidad de la población más empobrecida, con peores condiciones de vida, los barrios empinados de la ciudad y los barrios pobres del interior. La realidad hoy lo reafirma, los niños y niñas que mueren o están en riesgo de morir por esta causa son los más abandonados, los más pobres. La justicia social debe ir dirigida a disminuir los riesgos de que además de vivir en la pobreza extrema, el juego los lleve a la muerte.
Es necesario seguir denunciando las cosas que andan mal, porque algo hay que hacer. No se trata de prohibir a los NNA volar el papagayo, porque los cables están allí instalados, como recomendó la empresa Estatal de Electricidad Corpoelec en un lamentable comunicado a propósito del último incidente en el que murió José Ignacio y otros dos niños quedaron quemados. De lo que se trata es de brindarles espacios seguros de recreación. En cada barrio, en cada comunidad, los responsables del Estado en sus distintos niveles deben proveer espacios para la recreación, espacios que sean seguros. De lo contrario, se convierten en responsables de esas muertes. La violencia es como un iceberg, dice Galtung, donde la punta es la violencia directa, la que se nos presenta visible y fácilmente reconocible. Pero el iceberg es mucho más grande, los más ancho está escondido, es invisible, pero está ahí y tenemos la responsabilidad de descubrirlo, de mostrarlo y visibilizarlo. De eso se trata la ciencia social. Marx decía que “la manera como se presentan las cosas no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan, la ciencia entera sobraría". Por esto, nos toca develar la realidad, supone visibilizar y concienciar sobre eso. Hacer ciencia social debe llevarnos a mostrar a los responsables directos de lo que a simple vista parece un accidente.
La violencia estructural termina siendo la peor forma de violencia, porque es el origen de todo lo que pasa en sociedades como la nuestra, pero al ser tan difícil identificarla la sociedad recurre a omitirla, porque es más fácil, pero ella sigue estando allí y haciendo daños irreparables. En el caso que nos ocupa hay un conflicto entre los niños muertos/quemados y el Estado venezolano, hay un daño irreparable: la muerte y las quemaduras. En este conflicto los niños y sus familias están en desventaja y afectados para toda su vida. Pero en cambio y sin consecuencias directas, el Estado sale ganando. Y además dice que debemos evitar volar papagayos. Eso es violencia estructural, dura y cruenta. A eso nos enfrentamos todos los días cuando una necesidad humana no está satisfecha, necesidad que se ha convertido en derecho y que, al no ser garantizada, es también un derecho vulnerado.
La recreación es un derecho para los NNA, consagrado en la Lopnna en el artículo 63 sobre el derecho al Descanso, recreación, esparcimiento, deporte y juego. En su parágrafo segundo indica: «El Estado, con la activa participación de la sociedad, debe garantizar programas de recreación, esparcimiento, y juegos deportivos dirigidos a todos los niños, niñas y adolescentes, debiendo asegurar programas dirigidos específicamente a los niños, niñas y adolescentes con necesidades especiales. Estos programas deben satisfacer las diferentes necesidades e intereses de los niños, niñas y adolescentes, y fomentar, especialmente, los juguetes y juegos tradicionales vinculados con la cultura nacional, así como otros que sean creativos o pedagógicos».
Este derecho ha sido violado a los niños afectados y está amenazado para la mayoría de los NNA venezolanos, más en el caso de los pobres como es natural por su condición de vulnerabilidad y exclusión social. Como sociedad estamos llamados a exigir la restitución de los derechos de la infancia, señalar a los responsables y exigir que no haya una Helena o un José, Yorman, José Gregorio, Ronny y Ángel en nuestra historia. Pero también que haya una reparación a las familias víctimas de esta violencia estructural, letal como la crepitación azul que fulmina a nuestros niños y niñas a través de un papagayo.
Angeyeimar Gil es docente de la Escuela de Trabajo Social de la Universidad Central de Venezuela. Trabaja como investigadora en Cecodap y en la Redhnna. @angeyeimar_gil.
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