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El miedo en Venezuela: “Dile a tu mamá que se descargue Signal”

Un dirigente político debe escapar para evitar una detención. En medio de la maniobra, descubre que no puede salir de la ciudad. La incertidumbre que atraviesa su familia, y alimenta el miedo, es la misma de todos los venezolanos

La PNB está señalada en al menos en Caracas en medio de las protestas que dispararon el miedo
La Hora de Venezuela
Hace 2 horas

A las 4:00 de la tarde, días después de la elección presidencial del 28 de julio en Venezuela, me llegó el mensaje: “¿Me puedes ayudar a salir de aquí?”.

“Aquí” era el apartamento de la familia que es usado para los que vienen a la capital de paseo o de trámites, en un edificio en el este de Caracas. Esa tarde yo estaba en mi casa. Se la ofrecí.

-No, respondió.

Le ofrecí la casa de un amigo.

-No. Tiene que ser un lugar en el que no haya nadie, dijo.

-Entonces déjame pensar, le pedí.

Pasaron menos de 15 minutos cuando me volvió a escribir: “¿Me puedes buscar mientras piensas?”. Entonces pensé más rápido: “Esto está feo”.

Le propuse sacarlo de Caracas y llevarlo a su ciudad. El mensaje llegó rápido: “Ok”. Ni siquiera me dio chance de hacer un bolso de ropa. Limpié la caja de arena del gato, le dejé bastante comida, guardé la computadora en el morral y salí. Aunque el tanque de gasolina del carro no estaba full, tenía suficiente para ir a mi destino.

Al llegar a la calle del edificio no lo vi. Estuve unos minutos mirando por los retrovisores, sin saber si lo buscaba a él o a alguna camioneta de esas que salían en los videos donde se llevaban detenidos, casi abducidos, a dirigentes de oposición que apoyaban a María Corina Machado y Edmundo González los días posteriores al 28J.

Apareció por la puerta del estacionamiento, con un bolso y la misma ropa de esa mañana, cuando lo había invitado a desayunar unas empanadas. Se montó en el carro y arrancamos. No hablamos casi, no le pregunté si había recibido alguna amenaza directa, no pregunté si era un protocolo de su partido, no pregunté a qué le tenía tanto miedo.

Saliendo de Caracas encontramos pocos carros, pero en la autopista éramos casi los únicos. “Qué raro que haya tan pocos carros”, dijo él. Yo le respondí que tal vez se debía a que la represión de esos días había asustado a la gente, que prefirió quedarse en sus casas. Pero sí era raro.

Después de 50 minutos rodando, a unos 60 kilómetros de Caracas, encontramos el motivo de la desolación: una protesta de cauchos quemados -que no reseñaba ninguna red social- trancaba totalmente la autopista. Nos paramos lejos de la columna de humo negro a esperar no sabíamos qué. Apagamos el carro y abrimos las ventanas, por donde empezaron a entrar unos mosquitos pegostosos y una humedad invertebrada, mientras intentábamos evaluar la situación sin mucho margen de análisis. Al rato llegaron los antimotines de la Guardia Nacional y los manifestantes prendieron una pared de fuego sólido como en una película de Marvel. De la montaña empezaron a bajar motorizados para sumarse a la protesta. “Creo que mejor nos devolvemos”, me dijo.

Nos devolvimos.

En el camino recordé que una amiga tenía un pequeño apartamento que no usaba y que, tal vez, podría prestármelo por un par de noches. Entre las curvas de la carretera y con mala señal la llamé. Sin darle mucho detalle, aceptó a pesar de la poca información que le estaba dando. Quedamos en que la buscaría por una plaza para abrirlo y darnos las indicaciones.

En el camino de regreso tampoco hablamos. Apenas comentamos que todo estaba muy verde por las lluvias. Ya casi era de noche cuando nos vimos en la plaza con mi amiga, que se subió al asiento de atrás y no preguntó nada. El edificio tenía una puerta de hierro con una cerradura intranquila, que no terminaba de abrir. Para ese momento ya chequeábamos por encima del hombro en caso de que se acercara alguien, cualquier alguien. La puerta finalmente abrió y entramos los tres directo al ascensor que, también, tenía una llave con problemas. El apartamento era pequeño, estaba limpio, tenía agua, Netflix y mal Internet. De las ventanas colgaban unas cortinas que jamás corrimos. Después de instalarlo, mi amiga y yo salimos a comprarle algo para la cena, pero no encontramos nada abierto porque esos días la ciudad se encerraba todas las tardes por miedo a las protestas y la represión. Después de dar varias vueltas vi una panadería que estaba a punto de cerrar a la que me permitieron entrar antes de bajar la santamaría. Agarré sin ver precios unos panes canilla, embutidos, quesos, café en polvo, agua con gas que me pidió expresamente y unas naranjas y manzanas que por suerte tenían en una nevera. Ya cuando iba a pagar me llegó un mensaje suyo: “Dile a tu mamá que se descargue Signal”.

En ese momento me di cuenta de que mi mamá no sabía nada; de que toda esta maniobra sobrevenida la estábamos haciendo mi papá y yo en solitario, como unos Dumb and dumber en un gobierno autoritario. Sentí pena por ella, por lo que debería enfrentar los días siguientes, por la incertidumbre a la distancia. De vuelta al carro la llamé. Hablaba con monosílabos, como si eso nos garantizara alguna protección y, aunque no sabía lo qué era Signal, le iba a pedir auxilio a un tío. Yo le dejé las bolsas a mi papá en la puerta del edificio y me fui a mi casa. Un par de personas sabían lo que estaba haciendo y a ellas les iba informando de mis pasos. Nunca le dije nada a mis hijos.

El trance de la descarga y de lograr una primera comunicación a través de Signal le tomó a mi mamá hasta el día siguiente en la mañana. Al despertar le pregunté cómo estaba. “Bien, amor. Y tú? Yo con mucha incertidumbre”, me respondió.

Han pasado tres semanas desde que mi mamá se descargó Signal y la incertidumbre es todavía lo único que sabemos.

El miedo y su tiempo de ajuste

La politóloga Consuelo Amat, profesora asistente de Ciencias Políticas en el SNF Agora Institute de la Universidad Johns Hopkins, de Estados Unidos, afirmó que, en Venezuela, durante muchos años se tuvo cierta certeza de quiénes podrían ser las víctimas políticas llevadas a la cárcel: personas con un alto perfil, opositoras, muy mediáticas, y con apoyo popular. Sin embargo, a lo largo de los años, también han terminado en prisión personas vinculadas a partidos políticos u organizaciones que han denunciado los desmanes del gobierno, o incluso militares a quienes han relacionado con presuntos intentos de derrocar al régimen. 

Al saber que existe un riesgo de detención, los ciudadanos evitan acercarse a la línea que los separa de los barrotes. Comportarse de una u otra manera puede significar estar preso o no. 

Esa forma de actuar, pasa por aplicar un silogismo. “Si yo no soy este tipo de persona (político opositor con mucha visibilidad) y yo no hago ciertas cosas, yo estoy bien. Entonces, eso genera como una tranquilidad. Y dentro de las cosas que yo sé que puedo hacer, ahí tengo un rango de acción. Entonces, puedo estar metida en política, ejecutando acciones con los grupos que yo pienso que están más seguros o son protegidos”, detalló.

Pero esa lógica se quebró después del 28J. Las más de 1.500 detenciones confirmadas por organizaciones como Foro Penal dieron cuenta de que todos quedamos expuestos. “La incertidumbre da mucho miedo porque genera un dilema para la persona en el sentido de que no sabe qué puede hacer”, explicó Amat.

“Maduro está trayendo nuevas reglas al juego, entonces, las personas no tienen idea de qué es posible y qué no es posible. Y en ese momento hay extremo temor. No es sólo temor de la represión, sino de que no se sabe qué es posible, en contra de quién, o con qué acciones. Va a haber un periodo que es súper natural, un tiempo de ajuste. Va a tomar tiempo, pero esto va a ocurrir. La gente va a poder, poco a poco, distinguir entre qué es más propaganda que realidad y, qué se puede generar dentro de ese nuevo rango de acción”, concluyó.

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