Artículo publicado originalmente el 12 de abril de 2023.
Pese a que los intentos de establecer regímenes democráticos provienen desde las primeras ideas surgidas por los atenienses en el siglo V-VI a.C., lo cierto es que la democracia viene constituyéndose como sistema de organización política, económica y social desde hace unos 200 años (fue ayer si se compara con los orígenes de la humanidad), y hoy vale la pena hacer un recuento sobre su funcionamiento y bondades.
En primer lugar, la razón de ser de la democracia se basa en el reconocimiento y respeto de la opinión de todos los integrantes de la sociedad, la cual, a su vez, se afianza en los resguardos de la libertad, la promoción de la participación y, especialmente, en las plenas garantías del ejercicio y defensa de los derechos humanos.
Simultáneamente, es imperativo mencionar que la democracia descansa en un valor moral que —a menudo— se olvida: la tolerancia. Puesto que, una vez quebrada la tolerancia, el terreno estaría fértil para que estallen conflictos, la violencia sea la reina de la sociedad y, finalmente, todo está servido para que una persona concentre todo el poder y no haya límites a sus decisiones (lo que deviene en autocracia, dictadura, totalitarismo o teocracia).
Sinónimo de convivencia
En su forma más sublime, la democracia es sinónimo de convivencia social armónica, donde el respeto de la dignidad de las personas prevalece y, al mismo tiempo, las creencias, posturas o decisiones de un tema son necesarias (y puestas en votación con el mismo valor) para perfeccionar la vida en común.
Ahora bien, aunque sus beneficios son notorios—en contraste con otras formas de organización— aún existe buena parte de la población mundial que no vive bajo sus principios. Y, a pesar de que las sociedades logren ciertos niveles de cultura democrática o abracen sus bases fundamentales, la verdad es que su funcionamiento automático no está asegurado, siempre está en riesgo (ver la Alemania de Weimar que fue superada por el nazismo, la Hungría de Viktor Orbán y nuestra Venezuela).
La gracia de la vida en democracia es que se acepta todo menos la violencia; que la igualdad ante la ley es la norma imprescindible; que las decisiones de la sociedad no dependen de la voluntad de un solo personaje; que se acepta el derecho a desplegar las mayores libertades posibles; que se brindan todas las oportunidades para decidir el destino personal; que las imperfecciones se valoran para transitar a lo perfectible; y que no hay pensamiento único porque las verdades tal vez no sean, por tanto, todo está dispuesto a revisarse, todo está sujeto a críticas.
La misión de la democracia es que los cuestionamientos o los disensos no terminen en un río de sangre y, por cierto, proteger ese proceso que nos dice que, cada cierto tiempo, la mayoría tiene la razón.
Finalmente, una bondad de la democracia —que suele pasarse por alto— es que es el único sistema que nos ha brindado los mayores avances civilizatorios, dado que permite que la duda, la equivocación y la rectificación se encuentren sin traumas. Ya lo advertía el filósofo Karl Popper: «el aumento del conocimiento depende por completo de la existencia del desacuerdo». Y el desacuerdo, hasta ahora, solo lo garantiza las sociedades democráticas. He ahí su valor.
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