El odio es un sentimiento muy dañino porque es uno de los pocos cuya expresión no ayuda, ni al desahogo, ni a solucionar problemas. Cuando sentimos odio, no cabe reflexión, nos embrutecemos, hacemos daño a otra persona.
El odio es incompatible con la tolerancia, impide ponernos en lugar del otro para comprender lo que piensa o siente. Es antipático o anti empático. El odio nos incapacita para ver al otro con ojos condescendientes, a acercarnos.
El odio es todo lo contrario a lo que la gente, los países, el mundo necesita siempre: comprensión.
El odio es el deseo de que el otro desaparezca, genera alegría porque cuando algo malo le suceda, inclusive, regocijo por su muerte o la de un familiar. Es maldad en su más pura expresión.
El odio no es un sentimiento súbito, como cuando sucede algo que nos molesta y sentimos rabia. En ese caso, conviene explotar, desahogarnos. Pero, el odio es más primitivo que la rabia, nos asalta y procedemos, sin que medien ideas, ni reflexiones. Quien odia tiene ese sentimiento en forma perenne, a flor de piel.
El odio contiene saña. Nos permite ser cruel y, de alguna manera, disfrutar al sentir el poder de hacer sufrir a quien está en desgracia. El «bien hecho que eso te pasa» ronda nuestras cabezas cuando queremos vengarnos.
En los ejércitos se inyecta el odio a los combatientes. Así pueden matar a sangre fría, asesinar al enemigo sin sentir remordimiento. La guerra es lo contrario al ejercicio de la política.
Las situaciones de conflicto son un maravilloso caldo de cultivo para el odio. El odio es tóxico, se contagia y por eso conviene al autoritarismo, venga de donde venga y se exprese como se exprese.
Los pensamientos radicales y las sociedades polarizadas juegan con el odio hacia el opuesto. No solo desde el gobierno sino también desde quien se le opone. A cada bando le conviene generar odio hacia sus oponentes porque el odio no tiene tamiz, no sabe de reflexión. Atizando al odio es más fácil manipular a la gente.
En el enfrentamiento entre países, grupos, bandas, entre personas, el odio se siente mutuamente. Ningún odio es mejor, ni más justificable que el otro. Todo odio es dañino.
En política el odio es el ejercicio de la antipolítica, es el deseo de aniquilar a quien se te oponga, a quien piense distinto a ti. No cabe diálogo sino exterminio.
La xenofobia, el clasismo, el racismo, el sexismo, entre otros «ismos» son expresiones de odio hacia quienes no son, no piensan, ni actúan como nosotros.
Odiar es una forma de parecernos al animal que carece de consciencia. Es la forma más clara de ser bárbaro, en el sentido de incomprensivo, primitivo. Es no ejercer la política.
Por lo general, es difícil reconocer que sentimos odio, que podemos ser mala gente. Sin embargo, se puede sentir maldad aun sin reconocerlo o atribuyéndole a otros las razones de nuestra maldad y con ello librarnos de culpa.
Actuar con maldad es malo, simple y llanamente. Así lo dice la sociedad y la ley de Dios. Por ello necesitamos justificarnos con nosotros mismos cuando deseamos el mal a otra persona. Si justificamos nuestra maldad damos pie al odio.
El odio, como deseo de venganza, de que le vaya mal a la otra persona, intoxica. Dejemos el odio en las letras de boleros y de las baladas creyendo que cura el mal de amores, como lo hace Shakira que lo que le importa es ganar dinero. Allá ella.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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El odio es un sentimiento muy dañino porque es uno de los pocos cuya expresión no ayuda, ni al desahogo, ni a solucionar problemas. Cuando sentimos odio, no cabe reflexión, nos embrutecemos, hacemos daño a otra persona.
El odio es incompatible con la tolerancia, impide ponernos en lugar del otro para comprender lo que piensa o siente. Es antipático o anti empático. El odio nos incapacita para ver al otro con ojos condescendientes, a acercarnos.
El odio es todo lo contrario a lo que la gente, los países, el mundo necesita siempre: comprensión.
El odio es el deseo de que el otro desaparezca, genera alegría porque cuando algo malo le suceda, inclusive, regocijo por su muerte o la de un familiar. Es maldad en su más pura expresión.
El odio no es un sentimiento súbito, como cuando sucede algo que nos molesta y sentimos rabia. En ese caso, conviene explotar, desahogarnos. Pero, el odio es más primitivo que la rabia, nos asalta y procedemos, sin que medien ideas, ni reflexiones. Quien odia tiene ese sentimiento en forma perenne, a flor de piel.
El odio contiene saña. Nos permite ser cruel y, de alguna manera, disfrutar al sentir el poder de hacer sufrir a quien está en desgracia. El «bien hecho que eso te pasa» ronda nuestras cabezas cuando queremos vengarnos.
En los ejércitos se inyecta el odio a los combatientes. Así pueden matar a sangre fría, asesinar al enemigo sin sentir remordimiento. La guerra es lo contrario al ejercicio de la política.
Las situaciones de conflicto son un maravilloso caldo de cultivo para el odio. El odio es tóxico, se contagia y por eso conviene al autoritarismo, venga de donde venga y se exprese como se exprese.
Los pensamientos radicales y las sociedades polarizadas juegan con el odio hacia el opuesto. No solo desde el gobierno sino también desde quien se le opone. A cada bando le conviene generar odio hacia sus oponentes porque el odio no tiene tamiz, no sabe de reflexión. Atizando al odio es más fácil manipular a la gente.
En el enfrentamiento entre países, grupos, bandas, entre personas, el odio se siente mutuamente. Ningún odio es mejor, ni más justificable que el otro. Todo odio es dañino.
En política el odio es el ejercicio de la antipolítica, es el deseo de aniquilar a quien se te oponga, a quien piense distinto a ti. No cabe diálogo sino exterminio.
La xenofobia, el clasismo, el racismo, el sexismo, entre otros «ismos» son expresiones de odio hacia quienes no son, no piensan, ni actúan como nosotros.
Odiar es una forma de parecernos al animal que carece de consciencia. Es la forma más clara de ser bárbaro, en el sentido de incomprensivo, primitivo. Es no ejercer la política.
Por lo general, es difícil reconocer que sentimos odio, que podemos ser mala gente. Sin embargo, se puede sentir maldad aun sin reconocerlo o atribuyéndole a otros las razones de nuestra maldad y con ello librarnos de culpa.
Actuar con maldad es malo, simple y llanamente. Así lo dice la sociedad y la ley de Dios. Por ello necesitamos justificarnos con nosotros mismos cuando deseamos el mal a otra persona. Si justificamos nuestra maldad damos pie al odio.
El odio, como deseo de venganza, de que le vaya mal a la otra persona, intoxica. Dejemos el odio en las letras de boleros y de las baladas creyendo que cura el mal de amores, como lo hace Shakira que lo que le importa es ganar dinero. Allá ella.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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