Por Paulino Betancourt
Cuando finalmente la crisis del coronavirus comience a replegarse y volvamos a una aproximación de normalidad, sin importar cuán distanciados socialmente o cuantas lavadas de manos implique, podríamos esperar algún tipo de iniciativa internacional para prevenir o al menos limitar, la propagación de nuevas pandemias. Como especie, somos bastante buenos para aprender de experiencias recientes. Esto se conoce como la “heurística de disponibilidad": un atajo mental que nos ayuda a realizar evaluaciones rápidas y que es la tendencia a estimar la probabilidad de un evento en función de nuestra capacidad para recordar esos sucesos. Tal como lo argumenta el filósofo Toby Ord en su libro, The Precipice, somos inexpertos en anticipar posibles catástrofes que no tienen precedentes en la memoria viva. Aun cuando los investigadores estiman una probabilidad significativa de un evento sin precedentes, tenemos grandes dificultades para creerlo hasta que se nos viene encima. Este fue precisamente el problema con el coronavirus.
Muchos científicos informados predijeron que era casi seguro que una epidemia global estallaría en algún momento en el futuro cercano. Desde hace un tiempo, una pandemia ha sido una de las dos amenazas catastróficas más prominentes, la otra es un ciberataque a gran escala. Además de las advertencias de legiones de virólogos y epidemiólogos, el fundador de Microsoft, Bill Gates, dio una Ted Talk ampliamente difundida en 2015 en la que detalló la amenaza de un virus letal.
En cualquier caso, los gobiernos, como nos recuerda Oliver Letwin en su reciente libro Apocalypse How?, generalmente están preocupados por cuestiones más apremiantes que la desaparición de la humanidad. Los problemas cotidianos, como los acuerdos comerciales, requieren atención urgente, mientras que los futuros hipotéticos, en los que somos esclavizados por máquinas con inteligencia artificial como en Terminator, siempre se pueden dejar para mañana.
Pero dado que estamos viviendo una pandemia global, ahora es quizás un momento oportuno para pensar qué se puede hacer para evitar un cataclismo futuro. Es probable que la pandemia de coronavirus sea seguida por brotes de enfermedades que se propaguen más rápidamente, maten a más personas y causen un daño económico aún peor si no cambiamos aspectos como el daño al medio ambiente y la explotación de la vida silvestre. Se cree que aún existen casi 2 millones de virus no identificados, del tipo que se sabe infectan a las personas, transmisibles desde mamíferos y aves acuáticas. Cualquiera de estos podría ser la próxima pandemia, potencialmente incluso más perjudicial y letal que el COVID-19.
Si tomamos las decisiones correctas, tendremos un futuro de florecimiento inimaginable. Si tomamos las equivocadas, podríamos seguir el camino de los dinosaurios o el dodo y, extinguirnos. Algunos se inquietarán ante una predicción tan sombría, mientras que para otros alimentará la ansiedad que ya sobra entre nosotros los venezolanos. No estoy afirmando que la extinción sea la conclusión inevitable del “progreso", o incluso el resultado más probable. Lo que estoy diciendo es que ha habido una tendencia hacia aumentos en el poder de la humanidad, que ha llegado a un punto en el que representamos un grave riesgo para nuestra propia existencia. La forma en que reaccionemos a este riesgo depende de nosotros.
Los profesores Josef Settele, Sandra Díaz y Eduardo Brondizio de la Plataforma Intergubernamental de Ciencia-Política sobre Biodiversidad y Servicios de Ecosistemas indicaron hace poco que “Hay una sola especie responsable de la pandemia de COVID-19: nosotros". Las pandemias recientes son una consecuencia directa de la actividad humana, particularmente nuestros sistemas financieros y económicos que premian el crecimiento económico a cualquier costo. Tenemos una pequeña oportunidad para superar los desafíos de la crisis actual y evitar sembrar las semillas de las futuras pandemias. La deforestación desenfrenada, la expansión de la agricultura intensiva, la minería y el desarrollo de la infraestructura. A esto se suma el comercio no regulado de animales salvajes, nuestra congregación en ciudades y el crecimiento explosivo de los viajes aéreos mundiales, queda claro cómo un virus que una vez circuló sin causar daño entre una especie de murciélagos en el sudeste asiático, ahora ha infectado a más de 3 millones y medio de personas, trayendo innumerables sufrimientos humanos, deteniendo las economías y sociedades de todo el mundo. ¡Esta es nuestra huella en el surgimiento de una pandemia!
En marzo, la jefa de medio ambiente de la ONU, Inger Andersen, coincidió con lo anterior: “la naturaleza nos está enviando un mensaje" con la pandemia de coronavirus y la actual crisis climática. En este sentido, la semana pasada, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, dijo que los gobiernos deben aprovechar la oportunidad de “reconstruir mejor" después de la pandemia creando sociedades más sostenibles y resistentes.
Actualmente se hacen muchas predicciones sobre cómo el coronavirus podría cambiar el mundo. En contraposición, el filósofo John Gray declaró recientemente que significó el fin de la “hiperglobalización" y la reafirmación de la importancia del estado nación. Gray escribió en un ensayo, “los problemas globales no siempre tienen soluciones globales… la creencia de que esta crisis puede resolverse mediante un impulso sin precedentes de cooperación internacional es el pensamiento mágico en su forma más pura". Pero tampoco los países individuales pueden darse el lujo de darle la espalda al mundo, al menos no por mucho tiempo. Es posible que la pandemia no genere una cooperación internacional más profunda y una apreciación más aguda del hecho de que estamos, por así decirlo, todos juntos en ella. Sin embargo, en última instancia, tendremos que llegar a este tipo de unidad si queremos evitar aflicciones muchos mayores en el futuro.
Paulino Betancourt es investigador y profesor de la Universidad Central de Venezuela. @p_betanco
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