No estaría de más un poco de ética

95

Por Jesús Urbina

La banda limítrofe entre la actuación pública y la vida privada de los funcionarios se va estrechando al mismo ritmo en que la mirada crítica de los ciudadanos es más incisiva. Y esto no es necesariamente afortunado, al menos mientras falte un acuerdo sobre las obligaciones morales de diputados, ministros o magistrados, si es que eso en verdad fuera posible.

Desde luego, en Venezuela no se ha dado ese debate, salvo quizás en los espacios académicos. En dictadura es inviable proponer abiertamente una discusión de tal naturaleza. Los poderes públicos del chavismo lo consideranun asunto irrelevante, despreciable.

El desdén general por la transparencia, la probidad y la rendición de cuentas es una marca de los regímenes autoritarios y corruptos. Dado que en ellos se extingue muy velozmente la responsabilidad política derivada del mandato popular, las normas legales cuentan poco o nada para regular el ejercicio de la función pública en cualquier posición que se ocupe dentro de la estructura del Estado.

Además, la ausencia de códigos deontológicos para los cargos oficiales es una manifestación del rechazo de las tiranías a las obligaciones de los funcionarios, electos o designados, frente a la sociedad.

La Asamblea Nacional, por ejemplo, es una de las instituciones en las que se echa de menos un compromiso formal para la autorregulación de los representantes de los ciudadanos. No es porque en esa institución del Estado venezolano sea donde más haría falta en las actuales circunstancias, sino porque en los parlamentos es donde suele incubarse una mayor preocupación política por la confianza de la gente en las entidades del poder público.

Si hubiera un canon deontológico, más allá de los deberes asignados por la Constitución y el Reglamento Interior y de Debates de la AN, tendríamos un documento de referencia para medir y escrutar la conducta de los diputados en y fuera de sus curules. Así se podría juzgar, con propiedad, si la asistencia de Stalin González a un partido del beisbol de grandes ligas en la capital de Estados Unidos, constituye una reprochable falta a su rol como servidor público electo por el pueblo.

¿Que el primer vicepresidente del parlamento haya comprado un boleto para el juego constituye un acto condenable de incompatibilidad con la función parlamentaria? ¿Es este un caso claro de conflicto de interés? ¿El diputado enlodó la dignidad de su cargo al sentarse en las tribunas del estadio de los Washington Nationals? ¿El problema es el costo del ticket, de dónde salió el dinero o quién le obsequió la entrada al diputado? ¿El agrio disgusto que causó este hecho es producto de una valoración negativa de Stalin González como directivo de la Asamblea Nacional o de su condición de político partidista opositor? ¿O es que la inmoralidad radica esencialmente en que haya viajado al exterior, con o sin misión oficial, en momentos en que este país es una tragedia humanitaria inducida desde el gobierno que usurpa Nicolás Maduro?

Los diputados enfrentan un conflicto entre sus intereses personales y las obligaciones del cargo electivo que ocupan, solo si la conducta privada en cuestión compromete el cumplimiento de sus deberes legislativos, fiscalizadores y representativos.

En realidad, a González lo juzgaron sin misericordia en algunos medios y redes digitales, por el timing y el contexto de su aparición fortuita en unas tomas televisadas del partido. Fueron nada más unos pocos segundos, pero el plano simbólico de la toma le dio un pelotazo en la cara al diputado.

Los funcionarios están siempre bajo sospecha en Venezuela. Aunque no se tenga pruebas de cohecho o dolo en su desempeño, la sombra de la corrupción lo oscurece todo a su paso. Y con mucha razón, si consideramos que el descomunal aprovechamiento ilícito y sistemático de los recursos de esta nación, desde la misma cumbre del poder, es un caso sin precedentes en todo el planeta.

Hay que decir, también, que al otro extremo del arco narrativo del escándalo vibra y florece una conversación pública sumida en la banalidad, el sesgo revanchista y la desinformación. Ocurre, sin embargo, en el terreno de la libertad y por eso no hay otra mejoría sino la que puede provenir de la madurez ciudadana, de la decisión subjetiva que pudiera llevar a cada interlocutor a deponer el ajusticiamiento verbal y aportar contenido valioso a la discusión de la emergencia nacional y el rescate de la democracia.

Conseguir un balance favorable entre lo público y lo privado bajo el signo de la desconfianza es inútil. Quizás la única fórmula que lo haga posible sea un código moral asado en la genuina transparencia en el ejercicio de cargos oficiales y la demostración convincente de la integridad de los funcionarios.

Un mínimo de ética pública sería entonces provechoso, para ellos y también para nosotros.

Jesús Urbina

Periodista, profesor universitario, coordinador de Transparencia Venezuela capítulo Zulia. @jurbina

Convenio Ipys El Pitazo

DÉJANOS TU COMENTARIO