«El mayor logro de este país, en la transición, fue la creación de una derecha y una izquierda tolerantes y modernas. Y eso se consiguió gracias a que unos y otros arrinconaron a sus propios energúmenos». Rosa Montero. (Escritora española)

La sociedad venezolana viene presentando una grave enfermedad: un permanente proceso de descomposición moral. Y así las cosas, no se puede augurar éxito a ningún proceso de largo plazo si éste no comienza con la reconstitución de los valores éticos de todos los estamentos que conforman su cuerpo social. Desde hace un buen tiempo para acá, no se hace necesario recurrir a las encuestas para percatarnos que los niveles de insatisfacción cruzaron la barrera de lo insoportable. Ya hace más de dos décadas que nos preguntamos a dónde iremos a parar y cuándo lograremos el país que deseamos. Luego de veinticinco años de evidentes y recurrentes desaciertos, tiene que haber una visión de país con el que todos nos comprometamos, pero esta visión no puede ser generada tan sólo por el estamento político, se hace impostergable de un gran acuerdo nacional en cuanto a ciertos temas que son fundamentales.

Queremos un país capaz de admirar desde el ideario de Bolívar, hasta la razón de un Uslar Pietri, sin resignarse a cuanto llamado a la muerte le convoque irresponsablemente. Queremos un país unido, competidor, donde más que derecha o izquierda, haya productividad, calidad y prosperidad, palabras proscritas desde hace mucho tiempo. Queremos un país sin intolerancia, sin violencia de ningún tipo, un país sin opresiones y discriminaciones por ideas políticas. Queremos un país sin marginados y sin niños de la calle.

También queremos un país donde no se persigan las personas por expresar sus ideas, por sus legítimas opciones o por reclamar sus derechos. Queremos un país sin desterrados y sin exilio político, queremos un país sin las corrupciones que devoran pueblos enteros, sin nomenclaturas, clases privilegiadas, sin partidos únicos y sin grupos de poder que se adueñen de vidas, también

Y, si no es mucho pedir, queremos un país sin tiranías y sin tiranos, sin despotismo, ni totalitarismo. Queremos un país donde el Estado no se confunda con el partido que gobierna, y queremos gobernantes que no vivan declarando la guerra -ni siquiera verbal- a quienes se opongan a sus designios.

Un país que otorgue las condiciones necesarias para que los ciudadanos vivan dignamente: con trabajo, salud, vivienda; y, sobre todo, solidaridad, lo que nos permitiría alcanzar la verdadera independencia individual, enmarcado esto en una economía humana y asentada en valores. Queremos un país con un sistema judicial que garantice las libertades y responsabilidades individuales y que exista seguridad jurídica que incentive la inversión externa. Queremos un país donde se consolide el proceso de descentralización, institucionalizando la participación ciudadana en la gestión pública local, regional y nacional.

Un país equilibrado, con líderes auténticos, donde la honestidad sea la base del desarrollo, donde se luche por una democracia auténtica. Un país que no pierda 25 años en vano y que demuestre su unidad en un proyecto conjunto. Un país con oportunidades de un trabajo digno, y con educación de calidad y accesible. Un país con instituciones eficientes y transparentes, al servicio de una ciudadanía responsable y participativa que garantiza la seguridad y promueve la paz y el desarrollo. Un país iluminado tanto por su cultura como por su sistema eléctrico… Y este país que queremos debe surgir de la actitud de sus ciudadanos, pues esto, sin duda alguna, es lo que su gente anhela. Ya no debe haber más espacio para la frustración, y menos aún escuchar esos llamados a «la lucha» que tan sólo han propiciado la violencia, el odio y el resentimiento. Por eso, definamos por nosotros mismos la clase de país que queremos, aplicando la inteligencia y la voluntad que caracteriza a nuestra noble ciudadania. Ese país que queremos, ese país de primer mundo, lo lograremos votando por Edmundo.

Manuel Barreto Hernaiz

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