Aunque siempre me he considerado una persona "no niñera", en el fondo, los niños me apasionan. Soñaba con ser madre de diez hijos, pero terminé con tres: tres personas maravillosas, talentosas y felices que, sin embargo, no me han hecho abuela. Por eso, cuando llegan niños a mi casa (hijos de sobrinos, amigos de mis hijos o vecinos), se adueñan de mi corazón sin pedir permiso.
En mi infancia, los niños fueron una constante. Como los hermanos Correa Feo nos llevamos muchos años de diferencia, mi hogar siempre resonó con risas infantiles. Cuando estaba por cumplir seis años, nació Miguel Ángel; a sus ocho y mis catorce, llegó Juan Pablo; y tres años después, cuando mi mamá pensaba que le estaba llegando la menopausia, quien llegó fue Toby.
Recuerdo especialmente los quince años de mi prima Emperatriz. Mis tíos "botaron la casa por la ventana": los celebraron en la lujosa residencia de los Martínez Correa, en La Castellana, con un grupo de rock que tocaba Surf y Twist, (ritmos de moda en esa época), cuyo nombre olvidé pero que era muy conocido gracias a un comercial televisivo de crema dental. Emperatriz bailó la cuadrilla acompañada de primas que estaban por cumplir los quince, amigas quinceañeras y amigos algo mayores. Iban vestidos con trajes inspirados en el siglo XIX. Los varones llevaban bombín y las niñas vestidos largos y elegantes, con armadores, bien incómodos y por supuesto, con guantes y abanicos. Yo, ofendida al no haber sido invitada a participar, recibí la sabiduría de mi madre: "Primero, no tienes la edad y segundo, dale gracias a Dios, porque con ese vestido no bailarías Surf". Y tuvo razón. Bailé muchísimo, mientras de ellas, la única que bailó fue María Carolina, porque al estar en su casa, pudo cambiarse de ropa. Y después mi mamá añadió reflexionando: "Los quince ya no marcan un cambio. Antes era la presentación en sociedad; hoy en día no. Ya vas a ver cómo mañana Emperatriz seguirá siendo una niña. Deberían celebrarse los dieciocho, cuando la niña deja de serlo verdaderamente; puede manejar, puede votar, por supuesto puede maquillarse y, si quiere, hasta puede fumar".
Luego llegó la moda de los viajes a Europa para las quinceañeras, que el país (y su crisis) se encargó de extinguir. Mis hijos disfrutaron de algunos viajes. Íbamos mucho a Orlando gracias al bono vacacional, y cuando mi hija se graduó de bachiller, fue a España, donde se hospedó con mi mejor amiga española, Cristina Santa y su familia, donde pasó una temporada maravillosa. Y así, poco a poco, las fiestas infantiles fueron acabándose. Mis hijos crecieron y mis sobrinos también.
El domingo 20 era el Día del Niño, así que, quizás llena de nostalgia, organicé una reunión para el sábado 19. Compré regalitos para rifar, jugos, maíz para cotufas, helados y chucherías, e invité a mis vecinos Santiago y Vicky, de ocho y seis años, a mis sobrinos nietos Isabella y César Augusto, de ocho y doce años, a mi sobrina Belinda, de once y a mi “ahijanieto” (porque es ahijado de mi hija), Leonardo, de trece años. Dudé por la diferencia de edades, pero me encomendé a Papá Dios.
La Morocha, mi mano derecha, me acompañó a hacer las compras por el centro de Valencia; César, mi hijo mayor, convirtió el salón de mi casa en una "sala de proyección" y seleccionó películas para ofrecérselas. Mientras llegaban todos, La Morocha, Isabella, César Augusto y yo jugamos Mahjong. Como al rato llegó Leo, le di mi puesto y vi cómo hicieron “buenas migas” apenas conociéndose.
Cuando llegaron Santiago y Belinda, compartieron risas y juegos como si todos se conocieran de toda la vida. Y tal y como advertí, no les dimos refrescos sino jugos y jamás reclamaron.
Vicky apareció más tarde, como su mamá lo había advertido y traía algo en sus manos. Al sentarse, me dio un beso y abrió sus manitos: "Te traje esto". Era un brownie envuelto en una servilleta. ¿Cómo no enamorarse?
Desde el principio noté algo especial en estos niños: una mezcla de educación y sensibilidad poco común. Compartieron sin importar la edad. Les entregamos a cada uno un envase lleno de cotufas; comieron las chucherías que trajo Leo, obleas con dulce de leche que preparamos en la cocina, pancitos rellenos de chocolate, palitos de guayaba y los tequeños que trajo Vicky. Tras ver la película que escogieron, “Metegol” (producción argentina), comieron helado. Los mayores jugaron con una pelota que les regalé, pero esta cayó en la parte más oscura del patio, entre matas tupidas donde viven mis consentidos morrocoyes. Con educación, me avisaron, y entre los tres varones y yo fuimos a rescatarla. Santiago, el más pequeño, se ofreció: "Yo paso, soy el que cabe mejor entre las matas". Los mayores le agradecieron con genuina camaradería, a pesar de que Santiago al tirarnos la pelota, cayó en la pequeña piscina de los morrocoyes y de casualidad no nos mojó a todos los demás, pero fue parte de la diversión.
En la rifa, Santiago quería el yo-yo; Isabella y Belinda, el resorte mágico. Santiago ganó el resorte, pero con cara de sorpresa seguía aferrado al yo-yo, así que le dije: "Te ganaste el yo-yo". Al rifar el resorte, Belinda lo ganó, pero al ver la frustración de Isabella, se lo entregó sin dudar. Todos se fueron con un premio, y yo con el corazón lleno: sus gestos de generosidad fueron el mejor regalo.
Definitivamente aquel refrán: "Al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos" lo adaptaría a mi conveniencia: "A quien Dios no le da nietos, la Virgen (siempre madre complaciente) le da vecinos, sobrinos y ahijanietos". Y no pienso esperar otra festividad como esta para hacer la próxima reunión. Sin duda, los niños me devuelven la luz que solo ellos saben dar.
Anamaría Correa
anam