Un navegante atrevido salió de Palos un día; iba con tres carabelas, de cuyo nombre no puedo acordarme. Tampoco el del navegante, quien, basado en las teorías de Galileo Galilei (a quien todavía tenían por loco) pensó que, yendo en dirección contraria a la de Marco Polo, aprovecharía la rotación del planeta para llegar un día antes a esas tierras que los blancos llamaban, incomprensiblemente para los nativos, “Lejano Oriente”.

Habiendo ya rozado el Polo Sur, y navegando por el inmenso océano, se topó de pronto con una enorme isla, desconocida hasta entonces por los europeos. Al aproximarse a ella, divisó unas inmensas torres de madera, similares a las catapultas usadas para derribar muros de castillos enemigos, y la bautizó “Catapultia”. Desembarcó y fue recibido amablemente por los aborígenes, quienes, ante sus gestos de extrañeza, le mostraron un líquido negro y bituminoso, y por señas, le hicieron entender que con esas torres lo extraían del subsuelo para calafatear sus embarcaciones de pesca. El hombre notó que ese extraño pegoste era combustible, y también lo usaban para cocinar y encender teas y antorchas, no tardando en darse cuenta de las posibilidades económicas que el comercio de esa especie de brea tendría en el mundo civilizado. No perdió tiempo, e inmediatamente utilizó la violencia para exterminar a los inocentes “catapultianos” y apoderarse de la isla.

No tardaron sus coterráneos, enterados del descubrimiento, en poblar la isla y organizar un sistema de gobierno, con presidente, “primera dama”, ministros, diputados, empleados públicos, y toda la parafernalia burocrática que dominaría a los demás inmigrantes: comerciantes, agricultores, ganaderos y artesanos, y sus familiares, quedaron bajo el yugo de una clase dominante que pronto se dedicó a comerciar el maravilloso bitumen que, quienes no gozaban del beneficio, llamaban “excremento del diablo”.

Pasados unos cuantos siglos, un virus muy extraño había invadido a Catapultia. Aislado e identificado por el científico Mario Contreras Mujica, quien se inoculó a sí mismo con el flagelo para analizar los efectos que causaba, y perdiendo la vida en el experimento, no sin antes descubrir el antídoto que, en su memoria, fue bautizado como “MCM 24”, combinando sus iniciales y los últimos dígitos del año de su nacimiento.

Curiosamente se extendió rápidamente entre los habitantes pertenecientes a las altas clases de la sociedad, corrompida y donde los valores morales eran estorbos para la vida licenciosa y delincuencial que llevaban. Por el contrario, eran inmunes al virus quienes tenían las manos limpias y llevaban una vida de trabajo honesto y de buenos ciudadanos.

Es que MCM 24 parecía tener una especial inteligencia, y no encontraba beneficio en alojarse en los cuerpos hambreados de quienes no pertenecían a la clase dominante y enriquecida a costa suya. Los contagiados sufrían de insomnio, pensando en grandes penurias futuras, y descontrol de los esfínteres, que provocaba desagradables, malolientes y bochornosos episodios. Y por encima de todo, un pánico desbordado a perder las próximas elecciones.

Los pocos sobrevivientes, contagiados pero aún vivos, huyeron en sus lujosos yates con los fondillos de los pantalones teñidos de color mostaza. Habiendo arrasado con todo, lo único que les quedaba por robar era la propia isla, desierta al haber migrado los demás: Finalmente, Catapultia desapareció del mapa.

NOTA: Cualquiera semejanza con personajes, reales o ficticios, es pura coincidencia.




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