Cuando contemplo la foto de las González Salas que cuelga en mi pared de recuerdos, no puedo evitar maravillarme ante la singularidad de cada una de ellas. La imagen, capturada alrededor de 1904 en su casa de la calle Rondón, en Valencia, es un testimonio silencioso de una época y de un carácter familiar que, aunque lejano en el tiempo, sigue vivo en la memoria.
En ese retrato, la tía Carlota destaca por su elegancia y tez blanca, mientras que la tía Augusta, a quien no alcancé a conocer, parece tímida y menuda. Pero es mi tía Carolina, mi queridísima Ninina, quien irradia una chispa especial: morena, segura de sí misma, con una mirada que desafía cualquier convención. A su lado, mis tías Teté (Isabel Teresa) y Titín (Cristina) aparecen con los hombros relajados, en una pose que oscila entre la felicidad y un fastidio apenas disimulado. La tía Felicia, Icha, la única rubia entre las hermanas, luce precisa y sabihonda, mientras que las menores, Nieves (Bebe) y Berta (mi abuela paterna), completan el grupo: Bebe con un gato negro en el regazo y Berta abrazando una muñeca.
Nueve hermanos en total: ocho mujeres y un varón, Francisco Miguel, cuyo destino fue trágicamente corto. Murió antes de cumplir treinta años, tras casi un lustro de encierro en el Castillo San Felipe de Puerto Cabello, víctima de las torturas del régimen gomecista que lo llevaron a la demencia. Su ausencia en la foto es un recordatorio de las sombras que también tejieron la historia familiar.
Mi abuela Berta, la menor de las González Salas, tuvo cinco hijos (seis, si contamos a Gustavo, quien murió en la cuna). Pero lo más extraordinario fue el pacto no escrito entre las tías solteras: cada una "adoptó" a un sobrino. Mientras la tía Carlota (la mayor, casada y madre de cuatro) solo recibió ayuda de dos hermanas, mi abuela contó con el apoyo de cuatro: Carolina crio a Luis Antonio, el primogénito; Augusta se encargó de Miguel; Nieves "reclamó" a Berthica; y Teté, a mi padre, el "catirito bello" de la familia. La menor, María Carlota, quedó bajo el cuidado exclusivo de su madre.
Esta red de afectos no solo alivió la carga de mi abuela, sino que creó lazos indestructibles. Luis Antonio, el médico de la familia, murió a los 23 años víctima de la tuberculosis, contagiado por una paciente en Mérida. Ninina, devastada, encontró consuelo volcándose en el cuidado de mi padre, quien a sus trece años ya era seminarista en Valencia y presumía, orgulloso, de ser "el único con dos tías".
Mi tío Francisco y mi tía Berthica se casaron (con dispensa papal por ser primos) y, aunque vivían ya con Bebe y con mi tía Carlota, en los años sesenta, el resto de las tías se mudó con ellos a Caracas, a una mansión que construyó mi tío en La Castellana, equipada con un oratorio que evocaba su añorada Valencia y todas las comodidades que necesita un anciano. Allí vivieron sus últimos años, rodeadas de bienestares, aunque algunas prefirieron quedarse con sus sobrinos predilectos, como la tía Icha, inseparable de su amada Josefina.
De las hermanas mayores, la tía Carlota (la abuela de mis primos) me inspiraba más temor que cariño. Viuda y en silla de ruedas, su rostro parecía tallado en piedra, incapaz de esbozar una sonrisa. La tía Augusta, en cambio, se fue demasiado pronto, o al menos eso decían mis tías con su peculiar humor: "Augusta murió muchacha, de sesenta años". Hoy, al recordarlo, añado entre risas: "Augusta murió chama".
Pero si hay un personaje que trasciende en esta historia, es mi tía Carolina. Moderna, audaz y llena de vida, Ninina desafió las expectativas de su tiempo. En una ocasión, durante un viaje al Hotel Maracay, mi tío Francisco, como para ver cuál sería su reacción, criticó a unas jóvenes en bikini: "¡Qué tristeza, Carolina, a lo que hemos llegado!". Ella, sin pestañear, respondió: "¡Qué tristeza que yo no tenga su edad ahora! Con este cuerpazo que tenía, ahí me vieras en bikini".
Ninina no solo era audaz, también era profundamente generosa. Mi tía Titín me reveló años después un secreto que ella guardó con celo: durante mi infancia, Ninina ahorró religiosamente diez mil bolívares (una fortuna para la época) para entregármelos cuando fuera mayor. Pero alguien robó la alcancía. Lejos de amargarse o buscarme para lamentarse, les pidió a todos que no me lo contaran: "Si ya lo perdimos, ¿para qué hacerla infeliz? Ella no necesita saberlo". Ese gesto silencioso resume su amor: prefería cargar sola con la decepción antes que entristecerme.
Su fortaleza física era igual de notable. Un 31 de diciembre, se cayó y se fracturó la cadera, pero nadie lo supo esa noche. Mientras la familia celebraba Año Nuevo, ella permaneció sentada en su sillón, sonriendo cada vez que subíamos a verla, aguantando el dolor sin una queja. "Todo está bien", repetía, rechazando hasta un vaso de agua para no delatarse. Al día siguiente, cuando por fin confesó la caída, la llevamos de urgencia a la clínica. Los médicos se asombraron: la fractura no era como las de sus hermanas o su madre (que perdieron la cabeza del fémur), sino una fisura limpia, "como la de los futbolistas jóvenes", le colocaron una placa y, en pocos meses, ya bailaba de nuevo. Ninina no solo se recuperó: lo hizo bailando, literalmente, sobre la adversidad.
Otra anécdota que la pinta de cuerpo entero: dos de mis primas la sorprendieron fumando y bebiendo un "palito" de whisky. "¿Qué hace, tía?", le preguntaron, a lo que ella, imperturbable, contestó: "Leí que para llegar a viejo hay que hacer de todo. Ya sexo no puedo tener, pero al menos esto sí". Su meta era superar los 109 años de su bisabuelo, pero la muerte la alcanzó a los 93. En sus últimos momentos, su hermana Cristina le preguntó por qué lloraba: "Porque no batí el récord de la familia", respondió.
Las tías solteras no solo criaron hijos ajenos, sino que sembraron valores, historias y hasta árboles, como el caimito que mi tía Teté plantó en nuestro jardín, a los 79 años diciendo: "No importa si yo no como alguno de sus caimitos, con que ustedes los disfruten, es suficiente".
Hoy, al recordarlas, no solo evoco sus rostros en esa foto centenaria, sino su espíritu indomable. Ninina, con su humor y rebeldía, me enseñó que la vida se vive sin miedo. Las González Salas fueron más que una familia: fueron un refugio, un ejemplo de amor incondicional y, sobre todo, un testimonio de que la extraordinariedad no está en los títulos, sino en la manera de vivir.
Y aunque ninguna rompió el récord del bisabuelo, su legado perdura. Porque, como diría Ninina: "Lo importante no es cuántos años viviste, sino cuánta vida metiste en esos años".
Anamaría Correa