El Cartel de los Soles es declarado un grupo criminal, con sede en Venezuela y dirigido desde el alto gobierno, que trafica con drogas y proporciona apoyo a organizaciones terroristas. Se despliegan fuerzas navales y aéreas de EEUU al sur del mar Caribe. La gente comienza a sacar conclusiones y a alimentar expectativas. El fin del chavismo se acerca y brilla al final del túnel. Pronto, a más tardar en unas semanas, piensan muchos, tendremos a los marines entrando por Machurucuto y ejecutando un impecable blitzkrieg hasta Miraflores, seguidos por una inmensa manifestación popular. Alguien cobra los casi 200 millones de dólares en recompensas por las varias cabezas que tienen precio. La democracia está a la vuelta de la esquina; el presidente electo el 28 de julio de 2024 se juramentará en Caracas. La República será recuperada y comenzará el regreso de la diáspora.
Esta secuencia de eventos constituye, por supuesto, el mejor escenario posible. El que casi nunca sucede. El que se le debe presentar a la audiencia con una cantidad de prevenciones y de posibles desviaciones. El que viene precedido del consabido “y si todo sale bien”. El que se usa como base para el Plan A. El que se usó cuando, en las elecciones presidenciales del año pasado, se asumió que si el oficialismo perdía por paliza –como de hecho sucedió- se sentaría a negociar una transición democrática con los ganadores, empujado por la fuerza del pueblo en la calle (como de hecho no sucedió). En lugar del mejor escenario, ocurrió uno bastante peor, para el que no había Plan B. Los resultados electorales se escribieron en una servilleta y se le impuso al país un balance de votos que no tuvo nada que ver con la realidad; y en cuanto a la fuerza del pueblo, se inició un ciclo de represión que aún continúa, con más de 900 presos políticos al día de hoy y miles que han sido acosados, encarcelados, asesinados, torturados e intimidados por los cuerpos de seguridad.
Los mejores escenarios no son buenos consejeros cuando el adversario es una dictadura. En lugar de asumir que las diferencias se van a resolver en paz y jugarse todas las fichas a una transición civilizada, hay que balancear las apuestas y dejar buena parte del capital para invertirlo en contingencias, desvíos y enfrentamientos, por decirlo de alguna forma. Y si además sucede, como en el caso de Venezuela, que uno de los actores a los que se le está asignando más peso en la contienda es al actual gobierno norteamericano, con todo y la flota en el Caribe sur, la incertidumbre se multiplica y los planes deben reflejar un pastel con múltiples participantes, algunos activos, otros pasivos y otros más haciendo presión.
Hace unos días el subsecretario de Estado de EEUU, Christopher Landau, dijo que “el cambio político en Venezuela tiene que ser liderado por sus ciudadanos… no podemos ir por el mundo cambiando gobiernos”, y mencionó los casos de Irak y Afganistán como ejemplos de intervenciones militares de alto riesgo que no dejaron ningún logro (a pesar de que, para la fecha, el público tenía fresco el atroz 11 de septiembre y favorecía las intervenciones). Las palabras de Landau deberían ser tomadas muy en cuenta antes de preparar las banderitas para recibir al Comando Sur, y el plan de recuperación de la democracia debe tener muy claro que las acciones internas tienen que ser contundentes si es que se va a aprovechar la presencia en la vecindad de los cruceros y los portaviones, con el susto que eso provoca en la cúpula del chavismo.
Al final, en esta hora que parece ser de oportunidades, más que nunca hay que partir de la sabia frase –muy mentada pero poco usada- que dice que hay que esperar lo mejor, pero siempre prepararse para lo peor. Nunca al revés. Dejar las emociones y el voluntarismo en una gaveta, y tener presente la sabiduría del inmortal Yogi Berra, cuando dice que “no hubieran ganado si los hubiéramos vencido”.