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Soberanía vs. derechos humanos, por Orlando Viera-Blanco
Si el Estado-nación autoritario es la representación de la defensa de los derechos humanos en el marco de un gobierno nacionalista, los DD. HH. dejan de ser derechos intrínsecos de la persona para convertirse en concesiones

 

@ovierablanco

Históricamente el concepto de libertad ha sido la piedra angular para impulsar los procesos evolutivos de los derechos humanos fundamentales. La libertad de los antiguos en los Estados tempranos, de la edad media al siglo XVIII, marcó la transición de un Estado feudal y absoluto, que reconoció la propiedad privada, la seguridad del Estado y de sus ciudadanos, más ciertos derechos civiles, comerciales y de asociación, camino a un Estado de derecho contractualista, donde el empoderamiento del ser limitaba el poder del rey, del señor feudal, del aristócrata, dando nacimiento –con la ilustración– a los derechos individuales. El epílogo fue la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la Carta de las Naciones Unidas.

Un largo camino. El conflicto ético entre derechos humanos y soberanía

La ofrenda de los DD. HH. ha sido un proceso difícil y desafiante. Los conceptos de soberanía y de no intervención se han convertido en una suerte de “rivalidad histórica” entre Estado y ciudadano.

¿Quién es el soberano? Si el rey es el máximo representante de la voluntad del pueblo que absorbe la estructura administrativa del Estado bajo una égida territorial donde el individuo no es ser sino deber, los DD. HH. se reducen a una concesión del monarca. El problema que nos toca reflexionar es cómo resolver esta dicotomía entre soberanía y derechos humanos en un mundo donde el derecho internacional público moderno llegó para convertir los derechos fundamentales del hombre en un valor normativo y vinculante de los Estados entre sí y de los Estados frente a sus ciudadanos.

La aparición de un nuevo consenso universal aceptado por la comunidad de naciones sobre los DD. HH. y democracia y la afirmación de “que el ser humano es titular de derechos propios, oponibles jurídicamente a todos los Estados”, constituyen extraordinarias innovaciones que hacen que, a diferencia del derecho internacional clásico, la persona sea considerada como parte del derecho internacional […]. La Carta de las Naciones Unidas pone de manifiesto innegables cambios en el derecho internacional. Entre ellas se encuentra la proclamación de la dignidad de la persona y el respeto universal de los DD. HH. y de las libertades fundamentales como uno de los propósitos de la organización (preámbulo y artículos 1.3, 13.1,55 c), 56, 62.2, 68, 73 Y76 de la Carta).

El derecho internacional tradicional, surgido en la Paz de Westfalia y consolidado entre 1815 y 1914, fue un orden jurídico regulador de las relaciones de coexistencia y cooperación entre Estados soberanos –iguales e independientes– caracterizado por el consentimiento, esto es, del acuerdo de voluntades de los Estados, manifestado de modo expreso en los tratados o de modo tácito en las costumbres. Las normas tenían la función distribuir las competencias de los Estados.

Desde fines de la I Guerra Mundial y sobre todo a partir de 1945, el derecho internacional ha venido experimentando un triple proceso de institucionalización, socialización y humanización, que distancian profundamente al orden internacional contemporáneo del derecho internacional clásico [enfocado en la relación entre los Estados].

Un proceso creciente de institucionalización internacional gracias al desarrollo y vigor de las organizaciones internacionales y regionales. En segundo lugar, la socialización [expansión] del derecho internacional, regulando relaciones sociales y humanas más complejas y amplias que las tradicionales relaciones políticas entre Estados soberanos. Por último, un proceso de humanización del orden internacional debido a que el derecho internacional ha comenzado a dar entrada a los pueblos y a la persona. Una evolución trascendente donde los Estados dejan de ser los únicos sujetos de derecho internacional, para ser ahora sus ciudadanos.

“El desarrollo de la organización internacional, la progresiva ampliación de las materias reguladas por el derecho internacional y la creciente relevancia de la persona han incidido y modificado la naturaleza, estructura y funciones del derecho internacional que, en muchos de sus principios inspiradores, es hoy muy diferente del derecho internacional clásico” (DD. HH. y derecho internacional, Juan Antonio Carrillo Salcedo)

Surge así “el conflicto” entre soberanía y derechos humanos. Cuando el Estado moderno regula sus relaciones con el ciudadano y la comunidad internacional adopta un territorio metajurídico tutelar de la dignidad e integridad humana, la transgresión a los derechos fundamentales de la humanidad como regla de casa [local], no debe ampararse alegando soberanía. Entonces el principio de no intervención y soberanía del Estado llegan hasta donde comienzan los derechos ciudadanos.

Desde Rousseau a Sartre, pasando por Kierkegaard y Kant, la humanidad produjo una profunda reflexión sobre las actitudes ante la vida en términos éticos. De una cosmovisión espiritual y metafísica del anhelo a la felicidad y la virtud del hombre honesto, correcto y buen padre de familia, a una visión natural, terrenal, laica de que la vida, la libertad, la seguridad del individuo es extensión fundamental de la vida, no solo formando parte de un colectivo o un Estado [noción de deber], sino como individuo pensante, racional y creativo [noción del ser]. Esta autodeterminación del individuo vs. la del Estado representó un giro histórico del poder cósmico, sobrehumano y absoluto sobre el individuo, quien pasó de súbdito y servidor a un ser humano libre, merecedor de garantías inalienables. Y el soberano se hizo persona, se hizo pueblo… no solo Estado.

República vs. tiranía. Despersonalización de la soberanía 

El concepto republicano de «política» se refiere al ejercicio de la autonormación por parte de ciudadanos que están orientados hacia el bien común y que se conciben a sí mismos como miembros libres e iguales de una comunidad cooperativa y autogobernada.

La ley y el derecho son consecuencia de la participación en los asuntos públicos de sus ciudadanos. Es importante comprender que el derecho y la ley son producto social, no al revés. Solo ejerciendo esta representación política, los seres humanos pueden realizar el telos [el fin] de su especie. Ni el rey es el Estado, ni el Etado es el soberano. Es la gente legítimamente representada.

El concepto republicano de política en la modernidad se orienta hacia el deber ciudadano por el bien común. El deber del Estado es garantizar y proteger el derecho del ciudadano a un gobierno donde prevalezca el bien común. La soberanía, como expresión popular demanda la existencia de un Estado que, por respetar la soberanía individual, legitima su autoridad sobre el individuo. Es la despersonalización de la soberanía que comprende la supremacía del Estado como garante del bien común y no la del Estado que se garantiza a sí mismo.

Entonces llegamos a otro conflicto intelectual: el universalismo vs el relativismo cultural. De cómo la universalización de los derechos humanos debe superar cualquier resistencia histórica, cultural, costumbrista o tradicional, donde los DD. HH. corren el riesgo de quedar atados por el viejo concepto de soberanía o estado-leviatán [Hobbes]. Un sofisma que sofoca los derechos naturales del hombre. El dilema, por cierto, no se resuelve con la normación de los DD. HH. o su consagración contractualista. Lo despeja la adopción de los DD. HH. como ethos.

Hacer depender los DD. HH. a un tratado, un enunciado constitucional o al derecho de gentes, podría poner en peligro el elevado principio de dignidad, integridad y seguridad humana. Si no existe un cimiento moral, un sentido primigenio de los DD. HH. como valor superior del ser, no hay norma que lo sustituya.

Por alguna contradicción que merece un estudio a profundidad, precisamente después de la ilustración y de la Revolución francesa, los siglos XIX y XX se convirtieron en los más sangrientos de la humanidad: limpieza étnica, exterminio, genocidios, guerras fratricidas, torturas, esclavitud, apartheid, desapariciones forzosas, han inundado al mundo en tiempos de supuesta universalización de los DD. HH., entre otras cosas, por la activación de un relativismo cultural maniqueo.

Si el Estado-nación [autoritario] se convierte en la máxima representación de la defensa de los derechos humanos en el marco de un gobierno nacionalista, los DD. HH. dejan de ser derechos intrínsecos de la personalidad para convertirse en concesiones del Estado-gobierno, del estado-revolución, del estado-yo-nación.

Al decir de Hannah Arendt, los DD. HH. en los regímenes totalitarios, los decide la autoridad a su medida […]. Y su alegato, «su garantía» es la soberanía. Entonces los DD. HH. se convierten en letra muerta por no existir conciencia profunda del valor que fecunda, siendo su “universalización” un sainete de adoctrinamiento del Estado totalitario que en nombre de los DD. HH., Dios y la patria, proclama [retórica redentora], la dignificación de pueblo. (continuará).

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