Por cosas de la vida y para poner un poco de energía en una causa respetable, hace unos meses me anoté con un grupo de apoyo a la candidatura de la Unidad; un equipo formado por paisanos de la diáspora, con residencia en países diferentes pero unidos por la necesidad de hacer algo que ayude a la recuperación de la democracia y la cultura republicana en la tierra de la que emigramos.

Comenzamos con reuniones virtuales, conversando sobre política venezolana y sobre los futuros posibles del país, aireando diferencias y buscando puntos en común; después de un tiempo nos organizamos y nombramos las “autoridades” del comité (ya era un comité) –un director, un secretario que lleva la agenda y unos vocales responsables de ciertos temas- y montamos un chat para comunicarnos y mantener la iniciativa en marcha.

Acordamos que nuestra tarea sería la de contribuir con la limpieza, transparencia y competitividad de las venideras elecciones presidenciales, si es que esa contribución era posible desde los 4 puntos cardinales y fuera de las fronteras. Pero llegamos a organizar conversatorios y conferencias, a distribuir instructivos para las votaciones de las primarias y a hacer un poco de ruido a favor de la causa, con la pequeña ayuda de la tecnología.

Por razones que no vienen al caso, dejé de participar en el grupo por un tiempo hasta que hace poco envié un comentario al chat llamando la atención sobre algo que me parecía un bulo (fake news, que llaman) y pidiendo opinión.

Para mi sorpresa, recibí un par de respuestas diciendo que dejara la criticadera y “no se discute más”. O sea, fin de la discusión y no preguntes, como sugería la canción aquella del italiano Enzo Jannacci en los años 60, Ma perché? Perché no.

Pocos días después del episodio anterior, estaba paseando por el chat y encontré una opinión sobre la estrategia electoral opositora con la que tenía algunas diferencias. A fin de airear las ideas y estimular un poco de intercambio, expresé mi desacuerdo en un escrito y traté de plantear varios temas de debate de los cuales pudieran salir acuerdos, aclaratorias y coincidencias.

Esta vez la respuesta del grupo, encabezada por el director que habíamos elegido meses atrás, fue más cortante: en tres platos, me dijeron que quien no estaba de acuerdo con lo que se decía en el chat –que era una especie de opinión predigerida y compartida por todos- tenía la puerta abierta para irse. Me llamaron saboteador y quintacolumnista. Por supuesto, me fui. Chao y muy buenas.

El incidente me llevó a jurungar por enésima vez los rasgos culturales de la sociedad venezolana. Tenía enfrente la breve historia de un grupo sencillo y sin mayores pretensiones, formado para respaldar una posición política, que se transformó en un búnker casi impermeable, desconfiado, opuesto a la intervención de ideas diferentes a sus códigos, y muy cercano a la posición de “quien no está conmigo está contra mí”.

En muy poco tiempo se había desarrollado una cultura muy alejada de la democracia que se dice defender y muy cercana al autoritarismo. El grupo seguía colaborando con la campaña opositora, pero sus reglas internas se parecían al chavismo más recalcitrante.

Un rasgo social extendido en la sociedad venezolana es la alta susceptibilidad a la crítica, así como la dificultad de aceptar el pensamiento cuestionador y diferente a la creencia que sostiene el colectivo como verdad: la dificultad de mantener un enfoque distinto a la línea del partido, del grupo o de la organización.

Cualquier frase desfavorable hacia la opinión o la posición de alguien es recibida, en la mayoría de los casos, con argumentos que se desvían hacia causas externas o que tratan de descalificar al autor del comentario. No importa si la crítica es constructiva, casual, justa, injusta o elaborada. La reacción es, con frecuencia, intolerante, diseñada para apabullar.

Y sucede que este rasgo se combina con muchos otros para cosechar una cultura colectiva que está más del lado de las dictaduras y los caudillos que de las democracias tolerantes y abiertas a la discusión. Esto no es trivial; hace 25 años esa cultura le regaló el país a unos dictadores.

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