Estoy convencido de que el panorama lector de la actualidad es mucho más confuso de lo que uno puede concluir a simple vista. Recuerdo un amistoso intercambio de ideas en la Filuc entre el escritor Héctor Torres y Jenny Yu, propietaria de una de las librerías más importantes de la ciudad. A grandes rasgos —y sin intenciones de simplificar sus argumentos—, él tenía una expectativa menos esperanzadora del consumo de libros actual, mientras que ella ofrecía una visión totalmente antagónica y, si se quiere, bastante tranquilizadora.
Esta dicotomía contemporánea tiene mucha más importancia de lo que parece. Las estadísticas oficiales también llegan a contradecirse y yo, en mi experiencia personal, observo una sociedad cada vez menos lectora. En Venezuela es raro ver a alguien mientras viaja en el transporte público o espera en una plaza, con una obra de Borges en la mano.
Sin embargo, también estoy convencido de que la cantidad es lo de menos. El verdadero problema es que hoy leemos peor de lo que leíamos hace varias décadas…
Sí, podemos revisar los números de venta de las principales ferias de libros del mundo y encontrar títulos que se venden en cantidades enormes; el inconveniente aparece al ver que sus autores se dedican al “crecimiento personal”, a la autoayuda o que se trata de literatura juvenil poco trabajada.
Y no es criticar por criticar estos géneros, la realidad es que somos bastante indulgentes al respecto. Nos repetimos constantemente que no importa lo que la gente lea, siempre y cuando tenga un libro en la mano. No puedo estar más en desacuerdo; da la sensación de que tratamos a la sociedad como un puñado de niños que solo tiene la capacidad de consumir aquel contenido en el que se le dice lo que quiere escuchar.
Ciertamente, en este caso hay algo de culpa compartida. Es un entorno creado a partir de influencias externas y pérdida de interés por la cultura, en el que el sistema ofrece malas opciones y los consumidores refuerzan la dinámica exigiendo todavía peores libros. El formato TikTok tampoco pone de su parte, moldeando nuestros patrones de consumo a formas breves e hiperestimulantes de entretenernos.
Por eso es tan común esta detestable idea de que la lectura es una forma de “invertir en ti mismo”. Lee y crece, dicen los falsos gurús del desarrollo financiero, haciendo creer a la gente que el fin último de la literatura es el de aportar a los lectores un “valor” que puedan intercambiar por dinero. Nunca, en la historia moderna de las letras, las cosas han funcionado de esa manera.
Tenemos, entonces, una forma vacía de leer. Las personas consumen decenas de títulos año tras año, con la esperanza de hacerse millonarias. Son víctimas y a la vez son profanos; cayeron en una estafa que los llevó a malograr parcialmente un mercado que ya estaba herido de muerte. Duele que leamos peor, porque hay grandes autores, cuyas obras se pierden en rincones escondidos de las librerías, mientras las “fórmulas mágicas” han abarcado las vitrinas principales.