Las ondas de alta frecuencia cruzan el Atlántico con la ayuda de satélites, y traen información sobre lo que pasa al otro lado del océano. Pero la distancia impide “estar en el candelero” para saber y vivir en profundidad e intensidad lo que allá acontece.

Sin embargo, a veces llegan murmullos que uno distingue como lo que antes se llamaba “ruido de sables”, ahora sustituidos por armas más sofisticadas y mortíferas, ante la posibilidad de una patada a las mesas donde instalarán las máquinas electorales.

Los expertos en informática saben muy bien cómo se traduce eso de “la patada” en términos modernos, y, a pesar de las medidas que tome la oposición para defender sus votos, siempre cabe la posibilidad de que los porcentajes obtenidos por los candidatos punteros sean invertidos antes del anuncio de los “resultados irreversibles”. Tristemente célebres, por cierto.

Ferdinand Foch, general francés durante la Primera Guerra Mundial, dijo que “sacar a los militares de los cuarteles es fácil; lo difícil es volverlos a meter”, en clara alusión a lo que ya hemos experimentado muchas veces en Venezuela, aún antes de que Foch lo dijera.

Pero, en cualquier país, las Fuerzas Armadas están para defender la patria de posibles ataques por parte de extranjeros, y para salvaguardar la Constitución y las leyes de posibles ataques internos contra ellas. Es decir, para no dejar violar la institucionalidad.

Me honra tener amigos militares que en su intachable carrera alcanzaron los más altos grados, negados siempre a cualquier acto indigno o a prestarse a conspiraciones; pero otros, en aras de una supuesta “salvación del país”, salen a la calle con la intención de derrocar el poder establecido, para luego quedarse con él.

A veces, las armas apuntan contra el pueblo civil que sale a la calle para defender sus derechos, su dignidad, y hasta la vida. Quienes las poseen y las manipulan protegen así su conchupancia con el gobierno corrupto, que tapa sus bocas con billetes y anula los principios, inculcados en las escuelas militares, reemplazándolos por ambiciones desmedidas y cargadas de hedonismo.

Cuando Hernán Cortés llegó a costas mexicanas se encontró con una civilización que hablaba un extraño idioma: el náhuatl, difícil de articular para las lenguas ibéricas. Buena parte del vocabulario terminaba en las consonantes “t” y “l”, como el nombre de la lengua: Petatl (petate), Xóchitl (flor hermosa), y hasta el mismo volcán Popocatépetl. También están Tomátl (tomate, claro) y Ahuacátl (aguacate) ambos frutos de origen americano. Pero Ahuacátl también era palabra utilizada, tal vez por alguna similitud mórfica, para designar a una parte específica del sexo masculino en los mamíferos, y particularmente en los seres humanos.

A diferencia de muchas otras frutas, como la granada, la naranja, el durazno o la manzana, cuyos vivos colores resaltan entre el verdor del follaje que las rodea, el aguacate es siempre verde, aún cuando esté maduro. Tal vez así se mimetice y confunda a pájaros e insectos, para perdurar entre las hojas del árbol, hasta que la semilla caiga y dé origen a una nueva planta. No creo casualidad que los uniformes de campaña de los efectivos militares sean verdes, para confundirse en la espesura de la selva y ocultarse así del enemigo.

Coloquialmente, se asocia la carencia de “aguacates” con la cobardía de ciertas personas, a la hora de tomar decisiones que puedan comprometer su integridad física.
Ojalá esto no ocurra, dado el caso de la “patada a la mesa” …




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