Hace poco menos de dos años recuerdo haber tenido una experiencia desagradable en una de las librerías más comerciales de la ciudad. Al entrar en ella, me topé con un local muy bien cuidado, que albergaba una supuesta amplia variedad de libros para la venta y que tenía una estética que se amoldaba al estándar de redes sociales. Nada reconfortante fue mi sorpresa cuando me enteré de que estos ejemplares estaban ahí para “leerlos” mientras se consumían productos del lugar, lo que en realidad se traducía en que la gente se podía tomar fotos con ellos para aparentar una vida intelectual que no tenía.
Con el tiempo hablé sobre este episodio con personas que se dedican al mundo editorial y literario; algunos ofrecieron visiones indulgentes que encontraban su motivo en el contexto moderno en que vivimos, otros, sin embargo, fueron más bien incisivos, críticos, como corresponde.
Tras pensarlo bien, asumí que este fenómeno tiene las raíces de su origen hendidas en las desigualdades sociales. Me lo confirmó Juan Carlos Macedo, un gran amigo librero —el único de Nueva Esparta; tema para otra columna—: los libros se han convertido en un fetiche cultural.
Fuera de nuestras fronteras, este es un debate que se sostiene en ciertos círculos culturales de Latinoamérica: la forma en la que interactuamos con el mundo literario responde en realidad a una dinámica capitalista de consumo. El libro no es patrimonio de nuestro pensamiento, sino más bien un producto comerciable, cuya posesión es sinónimo de estatus.
Peor todavía; hay quienes utilizan el mero acceso al universo de las letras para marcar una desagradable distancia con aquellas personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad económica —a quienes llaman con ligereza “marginales”—. Una aberración de este tipo solo es comprensible en individuos que, paradójicamente, consumen poca literatura más allá de las fotos que suben a Instagram posando con algún clásico del que no entienden mucho.
Y es que no es poco común ver a ciertas personalidades “bien posicionadas” frecuentando sitios culturales mientras juegan a ser intelectuales. Algunos de ellos —los que buscan mayor repercusión mediática y así alimentar un poco su vanidad— incluso se atreven a pagar servicios de escritura fantasma. Lo mencioné en la edición anterior de Mar de letras: son profanos, de cierta forma. Incursionan y distorsionan un mundo por el que en realidad no tienen absolutamente nada de estima; de no ser así, apoyarían a los escritores venezolanos que tienen años intentando surgir. En su lugar, se leen Padre Rico, Padre Pobre y se sienten parte del excluyente grupo de los ciudadanos cultos.
Lo que muchas de estas personas ignoran es que gran parte de la literatura verdadera nace desde “abajo”. Varios de los autores más importantes de la historia vivieron apuros económicos durante sus primeros años, aunque ninguno jugaba a ser intelectual, porque su visión era más edificante que otra cosa. Bien se dice por allí que los pobres crean la cultura y la gente rica la compra.
Con esto tampoco quiero decir que el estímulo financiero que reciben los autores desde las “altas esferas” sea algo inherentemente negativo. Lo que sí nos puede terminar atrasando es esta relación ficticia con el mundo de las ideas, en la que importa mucho la imagen y poco el contenido. Vivimos en una sociedad en la que pensar se ha ido devaluando con el paso de los años. Estoy convencido de que incluso eso será un lujo más adelante.
Esta columna fue escrita junto a los alumnos de la materia de Periodismo de Opinión, que tengo la dicha de impartir en la Universidad Arturo Michelena. Afectuoso abrazo a todos ellos.