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miércoles 10 de julio de 2024
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Desde mi balcón/Bellita Mata

Tuve una amiguita en primaria, que quise mucho, Miriam Mata. Lo que más me gustaba era que nuestras madres eran amigas y eso hacía que, además de vernos en el colegio, nos viéramos fuera de él.

Mi mamá quería y admiraba mucho a Bellita Iturriza de Mata. Le impresionaba cómo Bellita, con siete muchachos, los trataba a cada uno como si fuera hijo único sin descuidar al marido.

A mí me fascinaba ir a su casa. Mi familia era muy corta, solamente mi papá, mi mamá, Miguel Ángel y yo (Juan Pablo y Toby llegaron muchos años más tarde). En cambio los Mata eran siete hermanos. Tenían una casita en el árbol, como las que salían en televisión. Y había que atravesar un puente, también hecho por ellos, para llegar hasta la casita sin pisar la grama. Claro, era de los varones, pero como yo era “visita”, me permitían subir.

Ellos eran Luis Eduardo, Carlos Enrique, Miriam, José Francisco, Miguel Alfredo (Mickey), Inés Margarita y Alejandro. Una familia preciosa. En una oportunidad le oí decir a mi mamá que Bellita no estaba muy bien de salud. Parece que, estando embarazada de Miriam, le subió un coágulo al corazón y el médico le recomendó no tener más hijos, pero no hizo caso, de hecho, tuvo cuatro más.

El 18 de junio del 65, cumplí los diez años. No tendría fiesta porque mi mamá no solía festejar los cumpleaños. Estaba lloviendo, típico de junio. No puedo ocultar incluso ahora, que me sentía triste. Para mí era una fecha muy importante, además de ser mi cumpleaños, dejaba de tener sólo un número en mi edad.

De pronto, aunque seguía lloviendo a cántaros, en mi vida salió el sol. Llegó Bellita Mata con sus siete muchachos y un regalo. Era un bolígrafo Paper Mate, color naranja, que a mí me salvó mi día. Era el mejor regalo del mundo y más, para una niña triste, como estaba yo ese día. Con siete niños se arma una fiesta donde quieras. Creo que fue uno de los cumpleaños más felices que recuerdo de mi infancia.

No sé cuánto tiempo después, invité a Miriam a dormir a mi casa un fin de semana, pero no fue. El lunes siguiente, en el colegio, le pregunté qué le había pasado y respondió que su mamá se había enfermado. Bellita no se recuperó, entró en coma y no se despertó. Según escuché, el coágulo le subió al cerebro.

Mi contacto con los Mata ha seguido, no con la misma fuerza e intensidad que la de antes, pero todavía los quiero mucho. Por un tiempo nos dejamos de ver. A Miriam la cambiaron de colegio y ellos se mudaron a una casa más grande porque Luis, el papá, no pudo aguantar mucho tiempo su viudez con siete niños que cuidar, así que se volvió a casar y la tropa fue aumentando hasta llegar a diez.

Con los años, recuperamos la amistad. La música nos unió. Alejandro, el menor de ellos, era el baterista del grupo musical cristiano Somos Iguales, del que Sergio Ramos, quien después se convirtió en mi marido, era el director.

Y muchas fueron las tardes que pasábamos en el estudio de su papá, Luis Mata, escuchando en el reproductor de reel, Les Luthiers, Sui Generis, Medio Evo, Joaquín Sabina y Serrat o simplemente, cantando nuestras canciones, que el papá de los Mata aprovechaba grabar.

A pesar de que la casa era otra, en la urbanización El Recreo, mucho más grande que la de Guaparo, me dio la impresión de que el tiempo no había pasado. Incluso llegué a pensar que, en el corazón de Luis, Bellita no murió nunca. Los muebles de la casa, a pesar de los años, seguían siendo los mismos y se veían impecables, así como los cuadros que decoraban las paredes, que habían sido pintados por Bellita.

Gloria, la nueva mamá, fue una persona de mucha inteligencia. Jamás quiso tomar el lugar de Bellita en esos siete pequeños corazones que de un golpe perdieron la mitad del alma. Luis de nuevo, había hecho una buena escogencia. La vida, aunque no era la misma, y tuvo sus dificultades, no cambió demasiado en el hogar de los Mata y se siguió llenando de bebés, Roberto (Roto), Alicia Carmen y Jorge (Caraota).

Cuando nos poníamos a recordar viejos tiempos, no podíamos dejar de hablar de Bellita. Y me pasaba especialmente con Alejandro, que terminábamos llorando. Cuando su mamá murió, él sólo tenía cuatro años y no se perdonaba el no haberla disfrutado lo suficiente como para contar anécdotas vividas con ella. Hoy en día Alejandro acompaña a su mamá en el cielo. Se nos fue prematuramente.

A Luis Eduardo, el mayor, le gustaba el campo, en cambio a Carlos, la arquitectura y la actuación. En su casa conocí al mejor amigo de Carlos, un muchacho que hacía la cuña del Banco de Comercio llamado Guillermo Dávila. Esa tarde, Carlos nos había advertido que su amigo vendría de Caracas y mientras, nos enseñó una canción de un musical que Guillermo había compuesto. La canción se llamaba “Mago”.

Cuando llegó Guillermo, ya en la noche, después de compartir un rato, Carlos le pidió a Guillermo que cantara para nosotros “Mago”. Lo que menos se imaginaba el Dávila, era que nosotros, los que estábamos ahí, las Montanari, Sergio Ramos, Nelson López y algún otro que no recuerdo, además de los Mata, ya nos sabíamos la canción y entramos en el coro, a varias voces: “MAAAGOO”.

No sé cómo no le dio un infarto a Guillermo. La experiencia fue muy linda e inolvidable. Lo más hermoso de todo esto, es que tanto Luis como su segunda esposa, Gloria, estaban presentes y compartían con nosotros.

Pero los años pasaron, Luis, el padre, murió y Gloria terminó de envejecer con diez hijos, porque ahora todos eran suyos. Y los muebles en casa de Gloria siguieron siendo los de Bellita, así como los cuadros en las paredes.

Ahora complacía a esos siete hijos mayores que le legó una vez una desconocida en herencia. Bellita dejó también muchas enseñanzas, a pesar de irse con tan sólo 33 años. A mí, un recuerdo grabado en el alma, en mi décimo cumpleaños, me enseñó que cada hijo debe ser tratado como único y además me enseñó a celebrar los cumpleaños de todos los niños que me rodean, seguro que son más felices ese día, indudablemente, como decía mi madre, lo que pasa siempre es lo mejor.

Anamaría Correa [email protected]

 

 




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