Esta semana cerramos el segundo periodo académico correspondiente al 2025 en la Universidad Arturo Michelena, institución donde he tenido la oportunidad de aventurarme en la docencia; trabajo por el que creo sentir una genuina vocación y que disfruto tanto como el ejercicio del periodismo.
Si bien es cierto que el tiempo que he pasado en las aulas —del otro lado, detrás del escritorio— ha sido relativamente breve, ya he podido confirmar varias de las ideas que escuché de mis profesores y que nunca había comprendido en su justa dimensión hasta ahora. Supongo que la variación de las perspectivas de acuerdo a las etapas de la vida es una regla infranqueable de la naturaleza humana.
Algunas certezas albergo: que los muchachos, en su esencia, siguen siendo muy parecidos a nosotros —y nosotros a nuestros antecesores—; que la inteligencia artificial es una amenaza seria para la formación integral de profesionales de la comunicación; que, a pesar de la apatía intelectual de un grupo considerable, hay muchos jóvenes talentosos con un futuro prometedor; y que los estudiantes no leen absolutamente nada más largo que un mensaje de Whatsapp de tres líneas.
Probablemente estos puntos, vistos desde el plano general, suenen contradictorios. ¿Cómo que hay gente con potencial, pero la mayoría de ellos no leen? Pues, esto se explica a través del contexto que rodea la educación actual en todas sus instancias. Los alumnos tienen la capacidad de formarse y adquirir una base aceptable sin la necesidad de tocar una hoja de papel. Las herramientas están dispuestas para que ellos puedan recorran el mundo con facilidad; escuchen discursos archivados, comprendan la mentalidad de otras culturas, se curtan en áreas científicas y demás. Todo, a través de videos. Es la dictadura de lo audiovisual.
Tampoco quiero que esto parezca una inquisición, yo mismo pasé por ello. Si bien en mis primeros años universitarios sí tenía el hábito de leer, no lo hacía con el fervor que requería mi formación profesional. Las cargas las tuve que enderezar después, con los años, y de allí nació la que hoy puedo catalogar como la gran pasión de mi vida.
El problema no es solo que estas carencias deriven en procesos académicos poco rigurosos —a algunos se les olvida que la universidad es obligatoriamente un sitio de desarrollo intelectual—, sino también el olvido inevitable de la literatura. Al preguntarles, ninguno pudo decir quién es Homero, Cervantes o Borges; ninguno ha leído un ensayo serio y extenso; ninguno tiene una noción básica del mundo de las letras. Muchos de esos muchachos viven esquivando a profesores exigentes, mientras navegan las aguas de lo superficial. Algunos ni siquiera van a estudiar, a decir verdad.
Y esto se repite en absolutamente todas las universidades del país. No es un problema particular, sino estructural. Una sociedad que admira de rodillas la ostentación y prioriza la utilidad comercial de las virtudes está condenada a enaltecer a los tiktokers que compran inmuebles y dejar en el olvido a los dramaturgos, escritores, matemáticos y demás… Total, eso no da plata.
Muchas veces escuchamos, además, que no se ataca el formato, sino el contenido. En este caso no es así: la manera en la que curtimos nuestras mentes sí importa. La literatura también y, para desgracia de muchos, los beneficios que esta lleva consigo solo se obtienen a través de ese enigmático proceso de decodificación de símbolos que nos ha traído hasta donde estamos.
Hay esperanza, pero también mucho trabajo por delante.