La película de Ridley Scott es una de las más esperadas del año. Sin embargo, es una obra que ni se acerca a la contundencia de su predecesora
Caracas. Los tiempos han pasado. Casi se cumplen dos décadas de la muerte de Marco Aurelio en el Imperio romano. La memoria de Máximo se mantiene entre aquellos gladiadores con pocas esperanzas en el Coliseo, aferrados a la idea de por lo menos vivir un día más después del cruento combate.
Finalmente se estrenó Gladiador II, la secuela de una de las mejores películas de Ridley Scott de comienzos de siglo. Un clásico laureado por el Oscar con cinco estatuillas, entre ellas las de Mejor película y Mejor actor para Russell Crowe.
Todo ese precedente hacía de esta nueva entrega un hecho muy esperado. Además, acentuado por toda la expectativa generada en su promoción, que incluía tráileres con una propuesta que se alejaba de la solemnidad de la predecesora. Por ejemplo, batallas navales dentro del Coliseo.

Roma es gobernada por los emperadores gemelos Geta y Caracalla. Por su parte, en el reino norteafricano de Numidia, el general Acacius (Pedro Pascal) lleva al Imperio romano a una nueva victoria en la batalla.
Uno de los derrotados es un hombre con el seudónimo de Hanno (Paul Mescal), quien es tomado como prisionero y termina siendo comprado como gladiador por Macrinus (Denzel Washington). Y es así como Hanno se convierte en un popular luchador que llega al Coliseo.
Sin cambios
Prácticamente todo lo que atraviesa este protagonista es similar a lo ocurrido en la primera parte con Russell Crowe. Derrota, esposa muerta, esclavitud, lucha como gladiador, sed de venganza, Coliseo y enfrentamiento con el poder.
En buena parte, Gladiador II es la misma película que la del año 2000, pero con menos peso dramático, menor fuerza en su argumentación y una sobredimensionada apuesta por la espectacularidad en su puesta en escena, con batallas navales, criaturas exorbitantes en la arena. Los motivos de los personajes no generan ningún tipo de apego, y las actuaciones son solo suficientes.
Una de los momentos cautivantes de la primera Gladiador son los minutos iniciales que ambientan al personaje principal: un escenario devastado por la guerra y un ave que se posa en una de las ramas. Ahí, en medio de tanta calamidad, hay un ápice de esperanza, como la que aguarda en Máximo con respecto al regreso a su casa. Luego, la cámara traslada del sosiego a la hostilidad del enfrentamiento, antes de que el héroe triunfe, caiga en desgracia y busque su venganza.

En cambio, en Gladiador II todo es muy burdo. La presentación del nuevo protagonista carece de esa elegancia. La relación con su esposa se tiene que asumir porque sí, y la muerte de la mujer en combate ya es un simple motivo de venganza, pero sin la sazón de haber presenciado un ímpetu que llevara a la conexión con la pareja.
Y así se van dando las cosas en este largometraje con guion de David Scarpa, quien ha trabajado en ese rol con el cineasta en títulos como Napoleón (2023) y Todo el dinero del mundo (2017).
La originalidad no es su fuerte
El problema de Gladiador II no es la duda sobre algunos de los elementos puestos en escena o su verosimilitud. El espectador fácilmente puede firmar el contrato para asumir ese universo.
No. El problema con este largometraje es la falta de originalidad para contar una historia, valerse tanto de lo que le acontece al personaje de Russell Crowe hace dos décadas para amoldar al nuevo protagonista a esas líneas de vivencias en el presente.
Además, hay decisiones de guion para justificar lo que acontece en esta entrega que se basan en hechos que nunca se vieron en la primera parte, pero ahora te quieren hacer creer que sí. Por ejemplo, el peligro que corría Lucius, el nieto de Marco Aurelio, después de la muerte de su tío, interpretado por Joaquin Phoenix.
En resumen, Gladiador II es uno de esos intentos de sacarle provecho a maravillas del cine con la intención de aprovechar al máximo sus personajes. Esa intención constante de cada vez dar más respuesta a lo que uno suponía pasaba después con los personajes una vez concluía la historia. Pero ahora, es la época de no dejar espacios para la imaginación y la añoranza, sino vivir el presente con historias explotadas hasta el cansancio.