La noticia de la llegada de buques estadounidenses al Caribe se diluye entre los caraqueños, quienes se debaten entre la incredulidad y la resignación. Frente al blindaje oficial, la ciudadanía se refugia en la rutina cautelosa, donde los rumores y la desinformación difuminan tanto la esperanza de cambio como el temor a una escalada militar.
Caracas. “Eso es pura mentira. Vamos a caer en lo mismo de siempre porque ellos no van a hacer nada aquí”, suelta Angélica* con la rapidez de quien no quiere detenerse. Son las 9:00 a. m. y avanza entre el bullicio del centro de Caracas, esquiva vendedores ambulantes y transeúntes apurados mientras se dirige a la tienda donde trabaja.
A su alrededor, sin embargo, el murmullo que crece de boca en boca no habla de rumores, sino de un hecho confirmado: la llegada de buques de guerra estadounidenses. Entre el 22 y el 24 de agosto, tres buques con más de 4000 infantes de Marina arribaron al Caribe, cerca de aguas venezolanas —según confirmó el propio Cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos (EE. UU.)— y esta semanase espera el arribo inminente de dos más.
En las calles, algunos pronuncian la palabra «invasión» entre dientes, mientras que otros la evitan por completo al ser consultados. Lo que se discute no es si los buques llegaron —eso ya es seguro, aunque se evite mencionarlo—, sino qué podría implicar para el futuro inmediato del país.
Para ella, como para muchos, no es más que otro episodio de la escalada constante entre Venezuela y EE. UU., un capítulo más en una relación marcada por sanciones, despliegues y advertencias que en el pasado ya han tensado la región.

Amparada en el argumento de “combatir a los cárteles del narcotráfico”, la portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, aseguró el 19 de agosto que el presidente está “dispuesto a usar todos los recursos del poder estadounidense” para frenar el flujo de drogas hacia su territorio.
Pero en las calles de la capital venezolana, la noticia se ha disuelto entre la resignación y la incredulidad.
¿Trauma poselectoral?
A diferencia de las protestas poselectorales del 28 de julio de 2024 o del blindaje militar que cubrió la capital en la juramentación de Nicolás Maduro el 10 de enero pasado, la ciudad permanece en calma.
Los comerciantes abren sus tiendas, los trabajadores se disponen a su faena y la gente camina cabizbaja o con la rapidez habitual del caraqueño, concentrada en la única batalla que les importa: la del día a día.
La aparente tranquilidad se interrumpe apenas a unos kilómetros, en los alrededores del Palacio de Miraflores. Allí, milicianos con uniformes de camuflaje y fusiles vigilan de manera constante, en un despliegue discreto que contrasta con la normalidad y recuerda, sin palabras, que el poder está en guardia.
En un gesto que busca transmitir normalidad, el paso peatonal y vehicular hacia la avenida Sucre —cerrado durante años— fue reabierto hace unas semanas y pese al avance de los militares estadounidenses el despeje de la vía se mantiene. Aunque solo sentido este – oeste.

Angélica asegura haber perdido la esperanza de un cambio. Como muchos venezolanos, cree que la única salida es apartarse de la política.
“El que se quedó en este país tiene que enfocarse en trabajar. Uno no sabe quién lo está escuchando, y al final, la prioridad es conseguir para comer”,
argumenta.
La desinformación como norma
La ausencia de información confiable alimenta la desconfianza. Para muchos, las redes sociales se han convertido en la única fuente de noticias, aunque a menudo distorsionadas. Caracas transita entre rumores y una rutina que se impone sobre cualquier expectativa.
“Uno no sabe qué creer y qué no. Uno vive a ciegas de verdad”, dice Joaquín*, un venezolano de 30 años, al referirse al contenido que circula en redes sociales como TikTok.

El bloqueo de más de 200 medios digitales independientes y el acceso intermitente a X (antes Twitter), documentado por la ONG Espacio Público, empuja a la gente hacia fuentes no verificadas, mientras las especulaciones se multiplican cada día.
Joaquín cuenta que en su barrio entraron patrullas policiales y pronto corrió el rumor de que reclutaban a menores para defender a Venezuela. Para él, no era cierto: “esas cadenas de WhatsApp pueden ser falsas”, asegura.
De hecho, el reclutamiento forzoso en Venezuela fue abolido en la Constitución de 1999, cuyo artículo 134 establece que el servicio militar solo puede ser voluntario.
Para reinstaurarlo, el gobierno tendría que reformar la Constitución mediante una enmienda aprobada en referendo, además de modificar la Ley de Conscripción y Alistamiento Militar, que regula actualmente la incorporación a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.
El miedo, advierte Joaquín, pesa más que la esperanza. Recuerda que la ilusión del 28 de julio terminó en frustración. “¿Para qué pasar por eso otra vez?”, se pregunta, antes de sentenciar que no tiene nada que defender de Venezuela, en alusión a los llamados del chavismo para el alistamiento en la Milicia Nacional Bolivariana, cuyo segundo proceso de inscripción voluntaria culminó este domingo, 31 de agosto.
«Mi única esperanza es ver un cambio en el país para que mis dos hijos; uno de tres y otro de cinco años, crezcan en un país distinto»,
detalla.


La cautela se impone
En medio, la incertidumbre y la precaución se han vuelto una respuesta instintiva. Virginia*, habitante de Caracas, no da crédito a la escalada militar. No obstante, está convencida de que el Gobierno puede recurrir a medidas de presión para controlar a la población.
“El viernes hubo un apagón, eso no es casualidad, uno sabe que ellos pueden hacer cualquier cosa. Yo he ido comprando velas y comida porque todo el mundo dice que hay que estar preparado para lo que se viene. Nada bueno es”, afirma con la mirada fija en el suelo.
Por su parte, Rafael* considera que la sociedad se ha habituado a la crisis. “El venezolano ha pasado por tantas cosas en los últimos 25 años que ya la gente se ha acostumbrado”, comenta.
Él también decidió abastecerse de comida y víveres por si el Gobierno anuncia medidas que perjudiquen a la población. “Con ellos no sabes qué puedes esperar”, justifica.
En las últimas semanas, como hace poco más de un año, los días en Caracas transcurren sin mayores sobresaltos. Mientras unos se refugian en la incredulidad, otros refuerzan la nevera “por si acaso”.
Las alcabalas policiales y los milicianos en los alrededores de Miraflores siguen allí, silenciosos, como casi las únicas señales de una alarma latente que contrasta con la calma aparente de la ciudad.


La llegada de los buques estadounidenses ya no es una amenaza en el horizonte, sino una presencia tangible en el Caribe. Este episodio revela cómo, en medio de la tensión geopolítica, los venezolanos relegan la política a un segundo plano para concentrarse en la supervivencia diaria.
El miedo, la desinformación y la rutina se entrelazan como las únicas certezas de un país que parece acostumbrado a vivir en estado de espera permanente.
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